PARA LAS IDEAS DE LA LIBERTAD, PROTESTAR TIENE COSTO Y CONSECUENCIAS
En esta nueva era de «tarifado de la protesta«, el gobierno parece haber llevado la lógica del mercado a un extremo extravagante. No solo se trata de soportar los aumentos desmedidos en los precios de los productos básicos, sino que ahora la ciudadanía también debe abonar un costo adicional por expresar su descontento en las calles. Es como si el ejercicio de la libertad de expresión estuviera sujeto a las fluctuaciones del mercado, donde la indignación y el reclamo tienen un precio que el ciudadano común debe estar dispuesto a pagar.
La factura de la protesta, sin embargo, no se limita a lo monetario. Además de desembolsar una suma por alzar la voz, los manifestantes se enfrentan a la criminalización de su legítimo derecho a disentir. Resulta incomprensible -y paradójico- que, en un país que supuestamente abraza la democracia, y que hoy no hable de otra cosa que de “libertad”, expresar desacuerdo pueda ser catalogado como un delito.
Hasta aquí, y como vienen las cosas, la administración busca no solo acallar las voces disidentes, sino también imponer un manto de temor sobre aquellos que se atrevan a desafiar sus decisiones. El gobierno de la libertad, al convertir la protesta en un servicio más del mercado, parece olvidar que la esencia de la democracia radica en el diálogo y el respeto a la diversidad de opiniones, idea central de lo que expresa el liberalismo económico.
Tarifar la disidencia no solo atenta contra los principios fundamentales de la sociedad, sino que también perpetúa un modelo en el que la participación ciudadana se ve limitada por barreras económicas y amenazas legales. Mientras la ciudadanía lucha por hacer frente a las enormes dificultades económicas, la carga de un peaje por manifestar descontento añade una carga adicional a los hombros ya agobiados de la población.
Este enfoque del gobierno no solo es un reflejo de su visión mercantilista y sesgada de la realidad, sino también un recordatorio de la importancia de preservar los cimientos democráticos que debería sustentar nuestra sociedad. En un contexto donde la democracia parece haber sido relegada a un rincón del mercado, se plantea la pregunta crucial de si el gobierno ve a los ciudadanos como meros consumidores o como participantes activos en la construcción y consolidación de una sociedad justa y equitativa.
El tarifado de la protesta plantea desafíos sustanciales para el tejido social, erosionando la confianza en las instituciones democráticas y polarizando aún más a una población ya dividida. La percepción de que el gobierno valora más la voz de aquellos que pueden permitirse pagar el precio de la protesta, que, por supuesto no está en las calles sino en las oficinas de las empresas cuasi monopólicas formadoras de precios, que la voz del ciudadano común, lo que socava la esencia misma de la democracia representativa.
En este escenario, la protesta no solo se torna un acto de resistencia contra las políticas desfavorables, sino también una defensa ferviente de los valores democráticos que, lamentablemente, parecen estar en peligro de ser subyugados por la lógica de un mercado desenfrenado, que paradójicamente, cada día la demanda tiene menos dinero para gastar.