NADIE LEERÁ ESTE TEXTO COMPLETO
En este siglo XXI, se ha producido una singularidad fascinante: vivimos en un tiempo en el que la información es más accesible que nunca, pero las ganas de consumirla en profundidad parecen haber disminuido proporcionalmente a su disponibilidad.
Las personas ya no leen, o mejor dicho, leen apenas lo justo y necesario para sentir que están debidamente informadas, aunque ese “justo” sea sólo un titular ingeniosamente redactado.
Si alguna vez el conocimiento se midió en páginas leídas, hoy se mide en tweets escaneados y memes compartidos.
Se podría decir que la lectura profunda ha pasado a ser una especie de lujo intelectual, reservada para quienes tienen la paciencia de enfrentarse a algo más desarrollado y argumentado que un hilo de Twitter. Por el contrario, muchos han desarrollado una destreza de «lectura relámpago», limitada a títulos y bajadas.
En una cultura en la que la productividad se mide en minutos activos, la idea de dedicar horas a un libro se percibe casi como una afrenta personal al preciado recurso del tiempo. Como dice el sociólogo Zygmunt Bauman en su teoría de la «Modernidad Líquida«, vivimos en una sociedad donde todo es fugaz, incluido el conocimiento. Si no se puede digerir en treinta segundos, mejor seguir scroleando.
Es posible que el fenómeno no sea solo una cuestión de falta de tiempo, sino de falta de interés. Después de todo, ¿por qué leer un libro cuando se puede consultar una reseña en algún sitio de internet, o en un post de Instagram (o TikTok!)que resume todo lo que uno «necesita» saber?
En una época en la que la opinión pública se forma más por consenso que por evidencia, el «yo creo que…» ha sustituido al «yo sé que…«. La palabra de una personalidad en redes sociales vale más que cien referencias bibliográficas. Las personas ahora confían más en las reseñas de los usuarios que en la obra original: si mil personas han valorado un libro positivamente, es como si lo hubieran leído. Se ha delegado la labor del análisis crítico a una masa invisible que, paradójicamente, comparte los mismos hábitos de lectura mínima.
¿Historia?, ¿para qué historia?
Los libros de historia son quizás las principales víctimas de esta tendencia. La frase «los que no conocen su historia están condenados a repetirla» ha sido reemplazada por «alguien ya lo debe haber leído y lo resumirá en un video de YouTube de dos minutos».
El consumo de cultura se ha convertido en un tenedor libre de opiniones, donde se degusta un poco de todo, pero no se termina nada. Quizás, en algún momento, alguien habrá citado a Umberto Eco diciendo que «la sobreabundancia de información produce amnesia«, pero pocos han leído la obra completa para saber qué quería decir realmente.
Así, la humanidad avanza con la seguridad de quien ha leído la contratapa de un libro, convencida de que eso basta para saber de qué se trata el mundo. ¿Qué podría salir mal?, ¿no?
La eficiencia cultural
En esta danza moderna de la inmediatez, no leer se ha convertido en una especie de virtud tácita. No es que la gente lo admita explícitamente, claro, pero la omisión de la lectura se traduce en una especie de “pacto no verbal”, un guiño de complicidad entre quienes prefieren consumir el conocimiento como si fuera un pancho con papas fritas.
El acto de pasar de largo un libro es casi un símbolo de pertenencia generacional: para qué invertir horas en un solo texto, si uno puede hojear diez resúmenes en la misma cantidad de tiempo, pasarlo por una AI que lo resuma y listo, ya tengo todo lo que hace falta.
Es una mentalidad que encapsula perfectamente el espíritu del “scroll infinito” en redes sociales: deslizar, consumir, y seguir adelante. La siguiente noticia te está esperando.
Esto nos lleva a una situación entretenida, casi irónica. La lectura, en otra época era símbolo de erudición, y ahora parece haberse convertido en una actividad sospechosa. A quienes insisten en leer libros enteros, o sea, todas sus páginas, se les percibe a veces como bichos raros, como si tuvieran demasiado tiempo libre o estuvieran atrapados en un anacronismo cultural.
Es posible que estos lectores sean vistos con cierta nostalgia por una generación que ya no tiene tiempo para ellos. El lector tradicional es ahora un «hipster intelectual» que, en lugar de coleccionar discos de vinilo o cámaras Polaroid, colecciona tomos de Dostoievski y ensayos de Walter Benjamin.
Claro, siempre queda el recurso de fingir que se ha leído. De hecho, algunos han perfeccionado el arte de citar sin haber abierto siquiera una página. Las reuniones sociales están llenas de comentarios del tipo “Leí en algún lugar que…” o “Según un estudio…”, fórmulas mágicas que permiten parecer informados sin el molesto requisito de estarlo realmente.
Aquí radica otro aspecto divertido, aunque un poco cínico del fenómeno: en la práctica, se ha democratizado el acceso a la erudición de una manera superficial. Hoy, cualquiera puede opinar con autoridad sobre cualquier tema, aunque lo único que haya leído al respecto sea un artículo en Wikipedia y ni siquiera completo. Es una especie de democratización de la ignorancia ilustrada.
Invocando a Zenón de Citio, Séneca y Epicteto
Los pocos que se atreven a resistir esta marea de superficialidad no lo tienen fácil. Insistir en leer un libro completo, de principio a fin, es un acto de tenacidad frente al flujo constante de información descartable. Se necesita una especie de terquedad casi sobrehumana para concentrarse en una obra literaria cuando el teléfono vibra cada tres minutos. Aquellos que, por alguna misteriosa o secreta razón, siguen leyendo novelas (¡novelas!, ¿a quién hoy le interesa una novela?, y en papel!!), biografías y tratados filosóficos, parecen desafiar el propio curso de la modernidad. Son los nuevos quijotes, enfrentándose no a molinos de viento, sino a la urgencia de lo efímero, a la velocidad de lo digital, y al encanto irresistible de los videos cortos en TikTok que lo resumen todo, pero no explican todo, mejor dicho, casi nada.
Y así, en esta era de lo “bite-sized”, seguimos alimentándonos de fragmentos, de recortes, convencidos de que estamos colmados intelectualmente.
Quizás no leemos por la misma razón que no cocinamos: es más fácil dejar que otros hagan el trabajo por nosotros. Es como si la cultura se hubiera convertido en una especie de comida para llevar, y leer un libro entero fuera como intentar preparar una cena en casa para muchas personas. Sin embargo, de la misma manera que una dieta de comida basura puede provocar malestar físico, quizás estemos experimentando una especie de malnutrición cultural, donde los síntomas son menos visibles, pero no por ello menos preocupantes.
Si llegaste hasta acá, gracias. Aunque seamos cada vez menos los que leemos libros completos, el mundo sigue teniendo posibilidades.