ESTA VEZ SERÁ DISTINTO
Argentina es un país atrapado en un ciclo interminable de promesas y desilusiones, un escenario donde realidad y fantasía se entrelazan en una obra sin fin. Aquí, la utopía ha sido el telón de fondo por más de medio siglo, siempre visible en el horizonte, al alcance de la vista, pero eternamente fuera de nuestro alcance.
Los argentinos somos expertos en anhelar el paraíso y en asegurarnos, generación tras generación, que nuestro país tiene «todo para ser una potencia.» Y lo creemos. Lo creemos con la misma fe irracional con la que se cree en los mitos urbanos, aun cuando la historia insiste en mostrarnos que ese paraíso, si alguna vez estuvo cerca, se nos escapó como ese gol en el último minuto en una final del mundo, que tal vez nunca existió.
UTOPÍA EN CUOTAS
La utopía en Argentina aparece como una visión ideal de orden, justicia y prosperidad. Sin embargo, al mirar de cerca, esta utopía se revela como un espejismo: una ilusión que aparece y desaparece con cada ciclo electoral. Es el país que describe un candidato en cada campaña electoral, el país que vislumbramos a lo lejos cuando se habla de «poner de pie al país». Pero la utopía aquí es apenas un truco de prestidigitación, una ilusión que aparece y desaparece cada cuatro años -no se puede hacer más lento, como dijera el maestro-, dejando a su paso los restos de un espejismo que jamás se concreta, pero inexorablemente siempre es más destructivo que el anterior.
Nos han prometido tanto la grandeza, que hemos aprendido a convivir con la frustración de verla siempre escaparse, a unos pocos pasos más adelante.
TICKET EN PRIMERA CLASE
Y en este teatro de ilusiones, hay quienes han aprendido a manejar los hilos, a ocupar los papeles protagónicos, no por vocación, sino por codicia; la viveza argenta al palo.
Argentina sufre, desde hace ya más muchos años, una crisis profunda de representatividad, donde los llamados «representantes del pueblo» parecen, en realidad, haber encontrado el mejor de los negocios: acceder al poder no para servir, sino para servirse de él.
Nuestros representantes ya no son personas responsables, comprometidas, eficientes, honestos, cultos, formados académicamente, capaces de delinear los destinos de la sociedad, independientemente del partido político de que se trate, no, ya no es así.
Ser representante en Argentina dejó de ser una misión; hoy es una oportunidad. Una vez que se accede a ese universo de fueros, privilegios y dietas que desafían la lógica de cualquier ciudadano de a pie, cualquier cargo representativo se convierte en una trinchera desde la cual hay que resistir cualquier intento de cambio. Aquí, el Congreso no es una institución deliberativa: es un refugio donde se garantiza que nada perturbe el orden de quienes, en teoría, fueron elegidos para desestabilizar el statu quo. Todos quieren llegar ahí no para representar, sino para ser intocables, y por qué no, para asegurar económicamente su vida.
DISTOPÍA COTIDIANA: NUESTRA ZONA DE CONFORT
Pero si la utopía es el sueño que se nos escapa, la realidad cotidiana es nuestra distopía, que no necesita escenario ni maquillaje: se manifiesta en los precios que suben sin cesar y sin razón, y solo por las dudas; en que poco importa si la mayoría de los niños están subalimentados, o desnutridos. Tampoco importa si hay zombies en la calle, porque ya pasaron a ser parte del decorado. Tampoco no nos importa que los alimentos que pagamos con nuestros impuestos, no sean distribuidos a quienes más lo necesitan, porque no nos importa, y así muchas otras cosas que ya pertenecen a nuestra “normalidad”.
La distopía aquí no es una proyección futurista, sino la textura misma del presente. Es el sistema que funciona exactamente al revés: donde los héroes son castigados, los cínicos son recompensados, y la honradez es una desventaja evolutiva.
Aquí la distopía es nuestra cotidianidad, un estado permanente de contradicción en el que nada termina de construirse, nada termina de destruirse, nada termina de cumplirse, y sin embargo, seguimos como si cada amanecer fuera una nueva oportunidad.
ENTROPÍA NACIONAL
Nuestra entropía, en tanto, es la fuerza que envuelve todo en un desgaste ineludible e imparable. Nada en Argentina es inmune a su efecto. Las instituciones, las empresas privadas, los sistemas de salud, los servicios públicos, las infraestructuras educativas, todo está atrapado en un proceso de transformación y descomposición lenta pero continuo.
La educación es uno de los escenarios donde la entropía se vuelve más evidente: las aulas son testigos mudos del abandono y la precariedad. Los maestros, empobrecidos y agotados, enseñan como pueden en edificios que apenas se sostienen. Los planes de estudio cambian al ritmo de cada nueva administración, y lo que alguna vez fue un modelo de excelencia se ha transformado en una especie de trámite casi sin sentido. La educación aquí no forma ciudadanos, apenas los contiene, en una rutina mecánica que busca ocupar el tiempo mientras afuera, el país parece derrumbarse en silencio.
En el país del desgaste, los jubilados son quizá la representación más cruel y despiadada de la incapacidad profesional de los administradores de turno, que frente a su ineptitud deben recurrir al engaño y a la estafa.
Los aportes jubilatorios, que deberían ser su garantía, se usan para tapar agujeros fiscales, para financiar los caprichos y errores de quienes ocupan transitoriamente los sillones del poder. Así, esos aportantes, reciben a cambio migajas, y aprenden a sobrevivir en una vejez desprovista hasta de consuelo. El Estado, que debió ser su protector, se convierte en su verdugo silencioso.
Seres humanos que trabajaron toda su vida, contribuyentes que dejaron parte de su salario obligatoriamente en manos de administradores temporales, con la expectativa de una vejez digna, y a la hora del retiro, como recompensa a su esfuerzo, tienen el privilegio de descubrir que vivir con menos es posible. Después de todo, ¿Quién necesita seguridad y bienestar cuando puede tener emociones fuertes cada fin de mes?, ¿no?
Será porque aquí, en nuestra Argentina, la jubilación no es un derecho, sino otra apuesta perdida.
RESILIENCIA IRRACIONAL
Aun así, y a pesar de todo, seguimos adelante, atrapados en un extraño pacto de supervivencia con el absurdo. Porque, en el fondo, lo más enigmático de este país no son las crisis económicas ni la inestabilidad emocional de nuestro sistema político, ni tampoco del humor de nuestros políticos -que al final son la síntesis de lo que nos pasa como sociedad-, sino esa resiliencia obstinada que nos hace seguir adelante como si el desastre fuera siempre provisional, como si cada caos pudiera ser enmendado con la próxima elección o el próximo cambio de gobierno o la próxima medida que saque de la galera un ministro de economía.
Todo es un pacto tácito con la esperanza irracional, una especie de fe laica que nos dice que todo va a mejorar, aunque cada señal indique lo contrario.
ESPERANDO AL MESÍAS
Vivimos en la espera de una realidad mejor que nunca llega, y cada generación hereda ese mismo anhelo, un deseo insatisfecho que se convierte en un lastre. Pero quizás lo más absurdo, lo más paradójico de todo, es que seguimos creyendo, aunque sea en secreto, que la utopía aún es posible. Que tal vez algún día alguien encontrará la fórmula mágica para arreglarlo todo, para reparar lo irremediable.
¿Es eso esperanza o es locura? ¿Es una fe ciega o una resistencia inexplicable? Quizá la verdad más incómoda de todas sea que, en el fondo, amamos el desorden, y que hemos aprendido a sentirnos vivos en la precariedad y la angustia y frustración permanente, y que tan solo nos haga falta ser campeones de fútbol para ser el mejor país del mundo.
Tal vez la utopía argentina sea eso: un caos tolerable, un desorden administrado por gente sin escrúpulos pero que siempre son elegidos. Un lugar donde todo está siempre a punto de derrumbarse, pero nunca se cae del todo. Una decadencia organizada, de donde sí sabemos, que solo se sale a través de la política, pero no con estos políticos.
Y así seguimos, como desde hace décadas, persiguiendo un país ideal que parece desvanecerse cuanto más nos acercamos. Quizá el verdadero obstáculo no sea la coexistencia de ideas distintas, como algunos piensan, sino en nuestra incapacidad para construir puentes.
Mientras elijamos señalar culpables en lugar de crear acuerdos, ese país que tanto deseamos no será más que un espejismo en el horizonte.