EL COLAPSO DE LAS CERTEZAS CONOCIDAS
En este punto de la historia, ya no se puede reducir la figura de Milei a un accidente o una incoherencia. Su irrupción en el poder es el desenlace de un ciclo de agotamiento en nuestro sistema político, donde la frustración, el desencanto y el hartazgo de la ciudadanía con las viejas estructuras han creado las condiciones ideales para el surgimiento de algo completamente distinto.
Milei encarna una ruptura con lo conocido, una respuesta visceral a décadas de promesas incumplidas, gestiones fallidas y una sensación generalizada de que los representantes tradicionales han perdido su capacidad de dar respuestas reales, ya que la percepción generalizada, es que estos representantes ya no son más que comerciantes privilegiados. No es una casualidad: es un síntoma de un cambio profundo que ya no puede ser ignorado.
Es por eso que hoy Argentina se ha convertido en un laboratorio para una nueva manera de hacer política, que ha encontrado la forma más legítima de generar cambios estructurales, estos que antes habrían sido imposibles. Estos cambios ya no pueden ser liderados ni por el peronismo ni por su tradicional oposición, ya que ambas ideas se aferran a una idea conservadora desactualizada y nostálgica. Nuestro país, con una rica historia de dispositivos de resistencia –como el sindicalismo, las organizaciones sociales y la idea de movilidad social ascendente–, enfrenta una encrucijada que se asemeja a la década de los 40 del siglo pasado. Una lucha de clases, hoy distinta, adaptada a los tiempos que vivimos, pero a la vez que tiene las mismas características principales: un sector privilegiado y otro, la inmensa mayoría que es postergada y desatendida, solo para sostener a los privilegiados.
Aquella movilidad social ascendente, concepto profundamente arraigado en el capitalismo de posguerra y adoptado por el peronismo como bandera y promesa, y que le permitió durante décadas -de posguerra y hasta principios del siglo XII- consolidar su poder indiscutido en las urnas, dejó de existir hace tiempo, transfiriendo ese ascenso a las clases más acomodadas. Para el peronismo, esos tiempos de hegemonía han quedado atrás, muy atrás.
Hoy Milei, con una narrativa disruptiva y, en ocasiones, violenta -marcada a veces por enredos propios de un político que parece no ser plenamente consciente de su rol-, está impulsando transformaciones significativas, sin reconocer el peso geopolítico de Argentina, y sin tener en cuenta que somos una nación estratégica para los verdaderos poderes globales, aquellos que libran la auténtica y trascendental batalla por el dominio del comercio transnacional y el orden económico mundial. Tampoco parece comprender del todo el papel decisivo y estratégico de nuestras riquezas naturales, como son los alimentos o la energía, en este complejo juego de tensiones globales, solo por hacer notar, para quien quiera escucharlo en el mundo, una característica de nuestra sociedad, que puede ser tanto una fortaleza como una debilidad: que él logró conjurar, definitivamente, la idea de un progreso ajustado a las formas tradicionales, y lo hizo produciendo una fractura en la sociedad y solo con una sola variable, la emocionalidad.
En este contexto, Milei encarna una idea poderosa que sostiene que todos los políticos son corruptos. Su mensaje, reforzado por una realidad que parece confirmarlo, resuena ampliamente gracias a la amplificación de los medios de comunicación. No obstante, lo que distingue a Milei de los políticos tradicionales es su estrategia constante de mantenerse en campaña. Día tras día, encuentra –o genera– hechos que refuerzan su narrativa, priorizando la verosimilitud del mensaje sobre su veracidad, generando y produciendo respuestas emocionales de sus adversarios.
Milei ha comprendido -mejor que cualquier otro líder actual- que el poder hoy se construye a partir de la frustración y la bronca, emociones que alimentan cada uno de sus discursos y le permite experimentar con ideas divergentes, que, si tienen éxito, lo posicionarán en un lugar que las viejas ideologías jamás imaginaron alcanzar. Sin embargo, también existe un altísimo riesgo de un rotundo fracaso, aunque, por ahora, esa posibilidad no ocupa un lugar significativo en el imaginario colectivo, tal como lo dicen las encuestas.
Lejos de ser un líder que simplemente rompe con el status quo, Milei representa algo completamente nuevo, algo que no puede ser enfrentado con las herramientas tradicionales de la política partidaria. Por eso, él insiste en que lo más importante no son las medidas concretas –que, si fallan, siempre podrán ser atribuidas a «la vieja política»–, sino la «batalla cultural”, concepto curiosamente compartido con el kirchnerismo, que se erige como el verdadero eje de su propuesta transformadora y que, hasta ahora, parece ser la táctica que está logrando mantener su respaldo popular.
También hay que decir que los bochornosos fracasos de los gobiernos de Alberto Fernández y Mauricio Macri fueron los catalizadores que permitieron esta reconfiguración del panorama político y por eso hoy las ideas actuales, más adaptativas y resilientes a la ambigüedad, están en el centro del escenario, en pleno debate público, mientras que las soluciones tradicionales quedaron desfasadas frente a las demandas de una sociedad en transformación.
Es cierto que esta perspectiva puede parecer disruptiva e incluso temeraria, pero refleja el estado actual de las cosas. Estamos atravesando un cambio de magnitud cámbrica, y entender esta dinámica es crucial para nuestra supervivencia como sociedad; eso todos los sabemos, aunque también sabemos que Milei no es el final de la nación, es tan solo un capítulo más de la historia, porque igual que todos, tiene fecha de vencimiento. La incógnita hoy es el daño o el beneficio que provocará en toda la sociedad, y no tan solo en la economía.
En última instancia, todo depende de nosotros, los ciudadanos, que debemos decidir si continuamos aferrándonos a las viejas ideas –como el peronismo y el antiperonismo– o si ajustamos nuestro pensamiento para adaptarnos a las nuevas realidades y a no sorprendernos ante la generación de nuevos líderes y propuestas aún más arriesgadas o tal vez conservadoras y ya conocidas, pero que sus ideas no estarán sostenidas por planes a largo plazo, sin esperar a líderes con discursos ante multitudes levantando pancartas y cantando, sino que estas nuevas propuestas serán dominadas por mensajes cortos, fuertes, provocadores e imágenes que producirán el combustible esencial de la época: emocionalidad.
Por suerte, lo que aún permanece como un deber ineludible e indelegable, es exigir a los poderes que cumplan con sus obligaciones, pues esa es la última conexión tangible con el concepto tradicional de representación que tiene el sistema democrático.