LIBERTAD, UN CAOS PROGRAMADO
La libertad que nos venden hoy, esa que resuena en los discursos oficiales y se repite como un mantra en boca de nuestro presidente, se sostiene sobre tres pilares endebles: la velocidad, el vértigo y la confrontación. Es una libertad que no invita a la calma ni al análisis, sino que exige un ritmo frenético, una carrera sin fin que nos arrastra sin darnos tiempo a cuestionarla. Pero si nos detuviéramos un instante, si rascáramos apenas la superficie de este relato, descubriríamos que su aparente solidez es una ilusión. Esta libertad depende de una aceleración constante que tensa cada vez más lo que podríamos llamar la cuerda social: esa frágil red de cohesión que une a nuestra comunidad, que nos mantiene anclados como sociedad y evita que todo se desmorone en un caos de individualismo y desconfianza. Sin embargo, esta cuerda no es infinita; cada estirón la desgasta, y el riesgo de que se rompa es cada vez más real.
Si esta dinámica vertiginosa se detuviera de golpe, si la velocidad diera paso a la pausa, lo que emergería no sería una visión inspiradora, sino un vacío argumental: una ausencia absoluta de ideas sustanciales, de propuestas coherentes que justifiquen esta supuesta libertad. No hay cimientos sólidos aquí, solo palabras huecas que se desvanecen al primer intento de examen crítico. Y con ese vacío vendría también un extravío existencial, una sensación de desorientación colectiva, como si hubiéramos estado corriendo en círculos sin un destino claro. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sostiene esta sociedad que pregonamos tan orgullosamente? Las respuestas no están, y esa falta de rumbo es tan inquietante como reveladora.
En medio de este panorama aparecen algunos filósofos y líderes superficiales, esas figuras que dominan el escenario público con una mezcla de carisma vacío y efectismo. Pensemos en los influencers que inundan TikTok e Instagram o Facebook con frases motivacionales cortas pero potentes, o los creadores de contenido en YouTube que persiguen clics con titulares escandalosos. El objetivo de estos líderes no es argumentar, dudar, construir algo duradero; su poder radica en la inmediatez y en la capacidad de captar atención con un espectáculo pasajero. No ofrecen soluciones ni reflexiones, sino provocaciones que alimentan el ruido. Pero cuidado, no actúan solos. En las sombras operan los personajes oscuros, esos críticos autoproclamados que se ven a sí mismos como salvadores de una sociedad que, en secreto, desprecian. Personajes que carecen de la valentía para dar la cara, del talento para brillar por mérito propio y de la sabiduría para entender las complejidades del mundo que juzgan. Sin embargo, se alimentan de la misma estructura que critican, convencidos de que su arrogancia es prueba de su genialidad.
La relación entre estos dos grupos es simbiótica y profundamente perversa. Los líderes superficiales son la fachada, las marionetas que entretienen al público con su show constante, mientras que los personajes oscuros manipulan desde atrás, moldeando el discurso sin exponerse al escrutinio. Es una danza macabra: los primeros necesitan la atención que les proporciona su rol de bufones modernos, y los segundos dependen de esa distracción para ejercer su influencia sin rendir cuentas. Juntos, sostienen un sistema que privilegia la superficialidad sobre la sustancia, donde el pensamiento crítico es reemplazado por reacciones viscerales y la profundidad cede ante la urgencia del momento.
De este caldo hedonista y acelerado no emergerán ideas transformadoras ni pensadores dispuestos a abordar las angustias colectivas. En su lugar, proliferan gurúes que venden ilusiones baratas: coaches de redes sociales que prometen éxito instantáneo y libertad financiera con discursos vacíos, o expertos autoproclamados que reducen problemas complejos a soluciones mágicas. Basta con mirar cómo ciertos temas, como las guerras culturales que incendian Twitter o Instagram, se viralizan no por su contenido sólido, sino por su capacidad de despertar emociones tristes —odio, miedo, envidia— que mantienen a las masas enganchadas.
Este ecosistema deja una herida abierta: un vacío peligroso donde los valores se diluyen en consignas rimbombantes, el diálogo se transforma en ruido y la verdad se sacrifica en el altar del impacto inmediato.
La cuerda social, mientras tanto, se tensa hasta el límite. Cada escándalo, cada provocación, cada dosis de velocidad erosiona el tejido colectivo. Las comunidades se fragmentan, los lazos se debilitan y el sentido de pertenencia se desvanece, abriendo la puerta a la alienación y la desesperanza. Y cuando este ritmo insostenible colapse —porque nada puede acelerarse eternamente—, no habrá una red que nos contenga. Solo quedará el eco de un sistema agotado, atrapado en sus contradicciones y sin respuestas para las preguntas que nunca tuvo el valor de formular.
Entonces, ¿qué nos queda? No hay redenciones fáciles ni condenas definitivas. Vivimos en una cuerda floja, oscilando entre la libertad que proclamamos y el abismo que se abre bajo nuestros pies. Las pantallas nos distraen, la velocidad nos empuja, y las grietas de nuestra sociedad se ensanchan. Si pudiésemos detenernos tan solo un minuto, debemos enfrentemos a la pregunta que esquivamos: ¿Es esta la libertad que anhelamos, o es un espejismo que nos arrastra hacia un vacío que nosotros mismos hemos creado?
No esperemos que el mercado trace respuestas entre las ruinas, porque sin una sociedad organizada no habrá mercado que sobreviva; tampoco los titulares o frases motivacionales en TikTok nos rescatarán de la caída.
Si la cuerda social se rompe, si la implosión o la explosión nos fragmenta, caeremos en ese «estado de naturaleza» que describió Hobbes: un caos primitivo donde nada prospera, ni la economía, ni las ideas, ni la esperanza.
Depende de nosotros —de vos, de mí— decidir si seguimos corriendo o si, por fin, miramos de frente lo que hemos construido.