CUANDO LA MENTIRA NO ALCANZA, LA REPRESIÓN TAPA EL FRACASO
No hay nada más elocuente que un bastón policial golpeando a un jubilado para mostrar que algo está roto. La violencia estatal, esa que se desató sobre las protestas de hoy, no es un «exceso» ni un hecho aislado que se pueda justificar con tecnicismos. Es el síntoma más inhumano de un gobierno que no tiene respuestas. Porque cuando las políticas no dan el resultado prometido, cuando las palabras se gastan y los números no cierran, lo que queda es el “palito convencedor”. Y en Argentina, en este marzo de 2025, los bastonazos y el gas lacrimógeno cayeron sobre los que menos pueden defenderse: los jubilados. Si, ya sé, también había de los otros oportunistas de siempre, pero esos oportunistas (infiltrados) están en los dos lados, como quedó grabado en las imágenes que se pueden ver en cualquier medio no “condescendiente” al gobierno.
Hace no tanto tiempo que nos vienen vendieron relatos, que a veces nos confundimos, pero desde hace poco tiempo nos aseguraron que el país que despegaría, de una «casta» que pagaría los platos rotos —porque el que las hace—, de un ajuste que, aunque duro, nos sacaría del pozo. Pero el tiempo pasa, las promesas se deshacen como papel mojado y la realidad se impone.
No fue suficiente con la mentira de campaña, ese optimismo de cartón que se desarmó al primer roce con la realidad de la calle. No alcanzó con el verso de «la casta» para tapar la incapacidad de gestionar una sociedad harta, desencantada, que ya no cree en los políticos ni en sus discursos reciclados. Y, por si fuera poco, eligieron el camino más fácil y cruel, que es ajustar a los que menos tienen, a los jubilados, esos que terminaron pagando la fiesta de los que siempre se salvan.
MANUAL EQUIVOCADO
Pero ni eso les salió bien. Porque no hay talento, no hay profesionales, no hay plan. Solo, otra vez, los mismos tipos que no sabrían manejar ni una verdulería, mucho menos un país que se desangra entre inflación, deuda, pobreza y bronca acumulada. Y cuando la gente sale a la calle —porque salir a la calle es un derecho, un mecanismo legal, constitucional, tan básico como respirar— el gobierno responde con lo único que parece tener a mano: violencia y represión. Como si los palos y el gas pimienta pudieran disciplinar el hambre, el abandono, la sensación de que te están estafando en la cara.
LA CULPA ES DE LOS MARCIANOS, QUE SON KIRCHNERISTAS
Los funcionarios públicos, frente a las preguntas del periodismo «amigo», ese que les tira centros para que se luzcan, si es que se atreven a hacerle alguna pregunta incómoda, la respuesta es siempre la misma: evasivas y culpas ajenas, todas las respuestas siguen siendo un disco rayado: «Es culpa del kirchnerismo, de los zurdos, de los empobrecedores, de los que nos trajeron hasta acá», y si eso ya no alcanza; será el Wokismo o el New York Time o los marcianos, pero hacerse cargo, jamás. Como si la historia reciente fuera una excusa eterna, un chivo expiatorio para no hacerse cargo, ni siquiera de responsabilidades que ellos mismos eligieron asumir.
Lo llamativo es que el kirchnerismo no gobierna más, no fueron elegidos por la gente. Hoy son ellos, con Javier Milei a la cabeza, los que están al mando. Todo es el resultado de sus acciones —o su falta de ellas— las que mejoran o empeoran la vida de las personas, no el pasado que ya juzgó las urnas. Hoy, ellos, no el Wokismo o los marcianos, tienen la responsabilidad de sacarnos del pantano, y no de señalar con el dedo a los que ya no están, para justificar que todo siga igual o peor.
TERRORISTAS Y DESESTABILIZADORES
A esas marchas no van terroristas ni conspiradores. No van a desestabilizar el orden constitucional, ni a generar caos, ni a romper la paz social, o para «voltear» al presidente, como les gusta gritar desde los micrófonos. Van jubilados, trabajadores, vecinos, gente común que ya no puede más. Van a gritarle a sus representantes que no los están representando, que la guita no les alcanza, que los recortes son una condena a muerte lenta, que reaccionen, que después de tantas promesas grandilocuentes no hay nada: ni mejoras, ni futuro, ni siquiera la decencia de un representante que dé la cara y asuma su responsabilidad.

Frente al reclamo, la autoridad se muestra insolvente, incapaz de responder, y en su impotencia recurre a la represión, que estalla con furia. En un instante, el caos se apodera de la escena. Los manifestantes, acorralados, se defienden con la misma violencia que les arrojan encima. En definitiva, no son los reclamos de los jubilados los que generan el caos; es la represión desmedida e injustificada del aparato estatal la que transforma una protesta legítima en un campo de batalla.
La imagen es clara: mientras los jubilados enfrentan las botas y los escudos, el poder se refugia en sus despachos, en sus redes sociales, en sus frases vacías. Pero lo que llama más la atención es el silencio ensordecedor de los poderosos y de tantos otros ciudadanos que alguna vez llenaron las calles. En las marchas masivas por «el campo», cuando no eran campesinos sino ciudadanos de a pie, salieron con pancartas que decían «todos somos el campo». Cuando el gobierno de Fernández quiso intervenir Vicentín —una empresa que luego se demostró que estafó al fisco—, las plazas se llenaron de «todos somos Vicentin». Hoy, que son los jubilados, un sector vulnerable, sin poder económico ni influencia, la sociedad no responde igual. ¿Dónde están esos manifestantes, muchos de los cuales son o serán jubilados algún día?
TAPANDO EL SOL CON EL DEDO
El descontento no se apaga con gases lacrimógenos, sino que crece, se organiza, se multiplica. Pero esta vez, el contraste es brutal: los que ayer gritaban por intereses ajenos, hoy callan frente a los que apenas pueden sobrevivir.
Esto no es solo sobre los jubilados. Es sobre lo que somos como sociedad. Es sobre un país que no merece más promesas rotas, más palos y gases para tapar la ineptitud, ni más excusas que miran para atrás mientras el presente se desmorona.
Si algo dejaron en claro las imágenes de la represión de hoy, fue que el fracaso y ineptitud ya no se puede esconder, porque los golpes, los carros hidrantes, los bastonazos y los gases, lejos de disciplinar, solo despiertan a los que todavía quieren pelear por algo mejor.