LA TELEVISIÓN COMO ESPEJO DE UNA SOCIEDAD AL LÍMITE
La televisión argentina ha retomado su lugar como el escenario donde se proyectan las tensiones de una sociedad en carne viva, un espacio que no solo retrata hechos, sino que expone las fisuras de un cuerpo colectivo bajo presión.
En las últimas semanas, las pantallas han desplegado una secuencia implacable: el brillo de Davos, donde el Wokismo local y global es el único responsable del empobrecimiento del planeta, el bastonazo de un policía a una jubilada frente al Congreso, un fotógrafo alcanzado por un proyectil, que lo deja en estado desesperante, la criptoestafa $LIBRA que salpica al presidente y a su hermana y una entrevista intervenida por un asesor presidencial.
Estos episodios, transmitidos en vivo, trascienden la noticia y se convierten en emblemas de un desengaño que resquebraja la confianza en el outsider impoluto, reflejada en encuestas que marcan un desplome del 10% en la imagen presidencial en pocos días.
Las imágenes no pasan desapercibidas, sino que alimentan una memoria compartida que sacude emociones y redefine el lazo entre gobernantes y ciudadanos. La televisión muestra la crudeza de un policía en acción, el caos de diputados oficialistas enfrentados a puñetazos y la voz de la vicepresidenta, hoy vista como opositora, defendiendo la protesta, todo en tiempo real.
En paralelo, a una ministra de Seguridad sosteniendo la versión que la marcha de jubilados buscaba quebrar la estabilidad institucional, mientras el jefe de gabinete la califica como un intento de derrocar al gobierno, palabras y gestos que exponen un poder que debe recurrir a la fuerza y a relatos extremos ante la falta de consenso.
Este regreso de la televisión como medio creíble no es un giro menor. Mientras las redes como X o YouTube, antes señaladas por el oficialismo como canales de verdad, dispersan voces en ecos de apoyo o rechazo, la televisión unifica la mirada en una escena imposible de ignorar. Frente a la vieja acusación de periodistas “ensobrados”, el medio tradicional recupera terreno al mostrar sin filtros un ajuste que eliminó subsidios y obra pública, una inflación del 2% mensual presentada como logro y una violencia estatal que sostiene un plan económico feroz, mientras que, en las redes, fragmentadas y selectivas, pierden peso ante la inmediatez de lo que todos ven al mismo tiempo.
En el centro, jubilados, trabajadores y desempleados enfrentando tarifazos de hasta 500%, inflación del 120% en el último año, y una precariedad que crece y no da treguas, mientras que el discurso oficial celebra salarios nominales más altos en dólares, pero sostiene la nominalidad de un bono de ayuda a los ingresos de los jubilados, ignorando el derrumbe del poder adquisitivo de toda una sociedad, un relato que ya no seduce, que no convence.
La televisión, siempre encendida, registra cada tropiezo, cada mentira, cada promesa rota. Pero lo que queda fuera de cuadro pesa tanto como lo que se ve: una sociedad que se mira en ese espejo y se reconoce como el verdadero corazón de la democracia.
Reducir la democracia al simple acto de votar o calificar una protesta como un golpe de Estado, como afirmó el jefe de Gabinete, expone a un gobierno que titubea perdido en su propia narrativa, pasando por alto algo fundamental: no es el gobierno quien determina qué pueblo necesita tener para cumplir sus planes, sino que es el pueblo quien, con su hartazgo y su vigor, decide qué gobierno debe tener.
En ese reflejo, la televisión resurge no solo como testigo, sino como un espacio que da forma al sentido colectivo, uniendo voces donde las redes las dividen.
La respuesta vive en la voluntad popular que, frente a estas imágenes en tiempo real, reclama su lugar.