JUBILADOS REBELDES, ORDEN SALVAJE
La imagen que vimos de un jubilado tirado en el suelo frente al Congreso, con la cabeza sangrando por un bastonazo y los ojos enrojecidos por el gas pimienta, no es solo un episodio de violencia, es la radiografía de una sociedad que se despedaza a sí misma.
Los jubilados, esos que pusieron el lomo, sin poder decidir nada sobre si se toma o no toma deuda, que no puede decidir si el patrón le hace o no le hace los aportes porque tuvo que llevar dinero a casa para sobrevivir , y solo puede elegir a sus representantes, que trabajó toda su vida para sostener este sistema, se paran frente a la casa de sus representantes a reclamar lo que les corresponde, una vejez digna, un ingreso que no se evapore con la inflación, que los escuchen quienes dicen representarlos. Pero del otro lado de las vallas, las fuerzas policiales, tan argentinas como ellos, tan apretadas por la misma miseria, les responden con palos y gases. ¿Qué lógica retorcida hace que un policía le pegue a alguien que podría ser su propio reflejo en unos años?
En el medio de este desastre aparece una ministra, una figura de paso, con fecha de vencimiento corta, que manda reprimir con la excusa de que la protesta rompe el orden. Habla de sedición, como si un puñado de ciudadanos con carteles fueran a tumbar al gobierno. Pero lo que esos jubilados piden no es un golpe de Estado; es un derecho básico, el de hacerse oír, el de no morirse de hambre mientras los que mandan miran para otro lado.
En esa dialéctica, la ministra elige la violencia, un despliegue exagerado de fuerza, como si mostrar los fierros de la policía fuera más importante que sentarse a pensar cómo carajo se arregla esto. Pero parece que no, que esa no es la idea, y ahí surge la pregunta: ¿Dónde está escrito que un jubilado no puede gritar su bronca frente al Congreso?
La represión no tiene pies ni cabeza, sino que es el gobierno mostrando que no sabe qué hacer con los jubilados, que no tiene respuestas para sus bolsillos vacíos ni para sus vidas que se caen a pedazos. Aunque también cabe la posibilidad de que ni siquiera sea eso, sino que la idea nunca fue solucionar nada, y dejar a que los jubilados sigan con sueldos de miseria porque, total, no les importa. Como no son una fuerza que pueda apretar de verdad, como no tienen más arma que una protesta pacífica –por más ruidosa y aparatosa que sea–, el gobierno elige al contrincante más débil, dejando clarito que para ellos no hay problema que valga la pena resolver.
En vez de dialogar, de buscar una salida y despejar el conflicto, mandan palos, y la fuerza bruta termina siendo la careta de una indiferencia que no se molesta ni en disimular.
Los policías mientras tanto, se convierten en los soldaditos bobos de una política que confunde autoridad con autoritarismo, que prefiere el ruido de los bastones al bienestar general.
Y si mirás a los esos policías, la cosa se pone todavía más oscura. Ellos, que hoy levantan el palo contra un jubilado, saben que el tiempo pasa y que mañana pueden estar en la misma vereda, pidiendo lo mismo, porque sus sueldos tampoco alcanzan, la inflación los come vivos igual que a los manifestantes. La precarización y explotación laboral a la que están sometidos, los tiene contra las cuerdas, teniendo que hacer horas adicionales en bancos o empresas para juntar un mango más, condiciones que no le desearías a nadie. Pero en vez de apuntar al sistema que los tiene así, le descargan toda su impotencia y frustración metiéndole un bastonazo en la cabeza a un viejo, o tirándole un chorro de gas pimienta en la cara. Es un sinsentido que te deja helado.
La finalidad de la policía no es esta. Se supone que están para cuidar a la gente, para mantener un orden que sirva a todos, no para ser el garrote de un gobierno que ve fantasmas en cada marcha. Pero nadie les enseñó eso. Sin cultura, sin una formación académica decente, sin alguien que les explique que su laburo no es aplastar a la sociedad sino sostenerla y defenderla, quedan a la deriva, siguiendo órdenes que no tienen ni pies ni cabeza, acciones que luego deberán responder ante la Justicia y el funcionario político que dio la orden, ya no estará más.
Mientras les meten palos a los viejos, la ministra, desde su oficina, dice que es para mantener el orden, pero ¿qué orden es ese que se sostiene a palazos contra los más débiles?
La escena frente al Congreso fue un disparate. Los que reprimieron y los reprimidos son víctimas del mismo abandono, atrapados en un juego que no controlan, y al final tendrán que dar cuentas.
Y así, en este circo trágico, el telón cae con una ironía que te pega en la pera: el policía, títere inconsciente de un gobierno que lo usa y lo tira, le mete un palo al jubilado que mañana será él mismo, mientras la ministra sale por la tele, convencida de que es una patriota.
Entonces, ¿quién levanta el bastón? ¿El policía perdido en su propia bronca e ignorancia o el sistema que lo empuja a dar palos sin pensar?
Dicho esto, ¿qué queda de la democracia frente al Congreso? No se rompe por los gritos de los jubilados, sino por el sonido de un garrote que parece la marcha fúnebre de un país que se lastima solo.