Los hombres no lloran
Desde hace un tiempo a esta parte, venimos escuchando y viendo en forma sistemática, términos como feminismo, patriarcado, machismo o masculinidades y tratando de asimilar ese bombardeo de palabras, significados y significantes que rodean estos términos que hasta resultan novedosos para nosotros, los envejecientes.
Si nos preguntamos qué conceptos encierra la palabra masculinidad, se nos vienen a la mente vivencias y situaciones de nuestra vida de varones donde para obtener nuestro certificado de hombría debíamos saber abrir un frasco en el primer intento, aprendiéramos a hacer un buen asado y que no podíamos graduarnos de machos sin agarrarnos a piñas con otros, ya sea por futbol o para defender a un amigo, además de aprender a soportar heroicamente el dolor de una caída como un varón: «porque los hombres no lloran».
Estas eran acciones «necesarias», casi obligatorias que provocaban la sonrisa de nuestro padre, porque «el chico se está haciendo hombre». Todos estos mandatos que hasta resultaban simpáticos formaban parte de una construcción social de la masculinidad que hoy está en franca discusión y abre el debate de cómo ir deconstruyendo esa «marca de virilidad» para crear nuevas masculinidades a partir de la reflexión sobre aquellos mitos y rituales que nos inculcaron las tradiciones familiares.
La deconstrucción de las masculinidades significa romper ese pacto patriarcal y la lucha de poderes entre hombres y mujeres donde, tradicionalmente el espacio público está pensado como exclusivo de los hombres y el espacio doméstico asignado a las mujeres, confiriéndoles roles de menor prestigio. Para la sociedad los hombres deben mostrarse fuertes, agresivos y racionales, mientras que de las mujeres se demanda que sean dulces, pasivas, hogareñas, pacientes y de entrega absoluta como madres y esposas, o sea, una distribución desigual del poder muy desfavorable para las mujeres.
A partir de estos conceptos nos enseñaron prácticas que constituyeron nuestra identidad de «hombres» que se afianzaron en nuestra adultez al extremo de transmitirle ese estilo a nuestros hijos varones. Nuestra conducta, en apariencia normal, producía en otras personas situaciones cercanas a la violencia, de estrés o alterar sus emociones, efectos colaterales, consecuencia de una masculinidad hegemónica que hoy nos obliga a hacer una revisión y reflexionar sobre esos mandatos y hábitos.
La deconstrucción, no va a ser rápida ni fácil porque debemos preguntarnos qué clase de varones queremos ser, conectarnos con nuestros propios deseos en la forma de vincularnos con los demás, renunciando a toda esa violencia que fuimos incorporando, que nos hizo machistas, homofóbicos, violentos, dejar de pensar que los varones somos los que siempre tenemos que ser los proveedores, ser cuidadores de los demás por propia hombría y no mostrarnos vulnerables. Es una buena señal pensar que la masculinidad hegemónica comienza a erosionar, porque estamos considerando situaciones que nos permitan vivir mejor.
Debemos repensar la forma de vincularnos con las mujeres, pero también con los varones, resignificar lo que implica ser varón, sin renunciar a nuestra masculinidad y mucho menos a nuestra identidad porque somos lo que aprendimos a ser, cargando nuevos sentidos a ese molde que llamamos masculinidad, porque no existe un hombre universal, porque actuar como hombres está condicionado al contexto social, cultural, histórico, etc. y todos somos diferentes. Demandar cambios desde nosotros como personas, pero también dar lugar a la participación del Estado, sumando a estas transformaciones políticas públicas que nos permitan vivir mejor nuestras relaciones, pensando en futuras masculinidades sin hegemonías ni desigualdades de género. Para eso es necesario aprender desde la niñez, la educación es fundamental para crear mejores generaciones a futuro.
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