#DE LEVIATÁN AL VACÍO
No todos los discursos buscan informar, reflexionar o abrir el debate. Algunos solo quieren agitar emociones, encender la frustración y señalar culpables. No transmiten ideas, sino impulsos encerrados en una retórica, diseñados no para esclarecer, sino para desviar la atención, donde la verdad es irrelevante; lo único que importa es que el mensaje impacte, perturbe, conmueva y moldee la indignación en la dirección correcta.
Estos mensajes nacen desde la inseguridad y el temor, pero avanzan con la irracionalidad de una topadora, arrasando cualquier obstáculo para imponer su relato. No necesitan argumentos: les basta con insultos, mentiras y amenazas encerradas en un discurso de una moral elástica y conveniente.
Las ideas que hoy nos gobiernan se proclaman custodios de la libertad, pero su concepto es una farsa bien calculada: no buscan igualdad de voces, sino el monopolio del discurso, el derecho exclusivo a decir lo que les plazca sin objeciones, clamando por tolerancia cuando se sienten atacados, pero no dudan en acallar, desacreditar o incluso perseguir a quienes piensan distinto. Se visten de víctimas de la censura o de la manipulación mediática mientras transforman la discrepancia en una amenaza que debe ser eliminada. No defienden la libertad de expresión, sino el privilegio de imponer su voz sobre todas las demás, y mientras hablan de orden, esparcen caos: un mundo donde la diferencia se castiga con violencia, el debate se degrada al ridículo y la disidencia se convierte en delito. Eso ya lo hemos visto hace poco tiempo, y todos perdimos.
¿Libertades? Sí, pero solo las suyas, exigiendo derechos mientras los niegan a los demás; demandan tolerancia mientras despojan de voz a quienes los contradicen. Defienden su poder manipulando estadísticas, tergiversando datos y retorciendo la realidad hasta convertirla en un relato útil para su causa. Eso también ya lo vimos, y no salió bien.
Mientras tanto, siguen intentando erosionar sin escrúpulos las libertades fundamentales: el derecho a disentir, a manifestarse, a existir sin miedo a la represalia. Es que, para esta lógica perversa, y para quienes comparten la idea que nos gobierna, la democracia no es un principio, sino una herramienta que debe usarse cuando conviene y desecharla cuando se convierte en un obstáculo para imponer un dogma.
Y ahí, justo ahí, radica la trampa: se amparan en el Estado de Derecho para desmantelarlo desde adentro -Milei. Dixit-. Lo necesitan, porque sin él su violencia sería ilegal. Esa es su gran hipocresía: exigir protección institucional mientras convierten su discurso en un arma para silenciar adversarios e imponer su delirio sobre toda la sociedad.
Pero esto no es solo cinismo y cobardía, sino que no es más que un proyecto de demolición controlada. Cuando el odio se normaliza como discurso político y la exclusión se presenta como un acto de «libertad», se dinamitan los mismos cimientos que permiten la convivencia. El Estado de Derecho no es un menú a la carta donde cada quien tiene el privilegio de elegir qué reglas seguir y cuáles ignorar. O nos protege a todos por igual, o deja de ser justicia para convertirse en el arma de unos pocos contra el resto, y eso también ya lo vivimos.
Lo más perverso no es solo la violencia, sino el espectáculo que hacen de ella. Hablan de «construcción de un nuevo país» mientras la sociedad se desmorona en la pobreza; gritan «libertad» mientras levantan muros digitales y mediáticos para encerrar el pensamiento disidente.
Todo da la impresión de no ser simplemente desinterés por mejorar la vida de los ciudadanos, sino que se trata de una estrategia deliberada para domesticar a la sociedad. En esa lógica retorcida, sueñan con un mundo donde nadie cuestione, donde las voces incómodas se apaguen por miedo al castigo y la disidencia no sea más que un murmullo ahogado bajo el peso de sus propias reglas.
Pero hay una paradoja que nunca entenderán: su «libertad» solo sobrevive gracias al mismo Estado que desprecian. Se autoperciben libertarios, pero sin las instituciones que sostienen el orden, su voz no sería un derecho, sino un eco ahogado en el caos que ellos mismos promueven. Reclaman un mundo sin reglas, un Estado Mínimo, pero solo mientras esas reglas y este Estado los protejan; exigen que el Estado no intervenga en sus vidas, en sus transacciones comerciales, pero claman por él cuando necesitan que los respalde y los defienda, haciendo una versión Argentina de Anarquía, Estado y Utopía.
Al final de todo, no buscan libertad, sino impunidad. Y cuando logren desmantelar el sistema que hoy los resguarda, descubrirán —demasiado tarde para todos— que su única conquista es haber regresado al estado de naturaleza, a esa vida, solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta que describe Thomas Hobbes en Leviatán. Porque cuando todo se derrumba, la «libertad absoluta» que prometían no es más que el vacío dejado por su propia destrucción.
Frente a esto, la indiferencia no es opción. No basta con indignarse; hay que desenmascarar la contradicción: sin pluralismo, no hay democracia. Sin memoria, no hay justicia.
Defender la libertad de expresión no significa amparar el odio, sino evitar que alguien —ni siquiera los intolerantes— se adueñen del derecho a la palabra. Porque cuando el poder se arroga la facultad de decidir quién puede hablar y quién debe callar, la derrota es de todos. La verdadera salvación de la democracia no está en el silencio, sino en la voz colectiva de quienes se resisten a ser silenciados.