EL ABUSO DE PODER QUE SOLO SE LE ANIMA A LOS MÁS DÉBILES
Cada miércoles, como un eco que resuena entre las columnas del Congreso, los jubilados llegan con sus pancartas ya desgastadas. No son una muchedumbre enardecida ni un peligro para el orden público ni una horda que pretende desestabilizar al gobierno. Son ciudadanos que, amparados en el derecho constitucional de protesta, alzan la voz frente a un ajuste brutal que les ha arrancado dignidad, poder adquisitivo y han sido arrojados a la peores de las incertidumbres: no habrá recomposición ni reconocimiento salarial, ni tampoco devolución de derechos.
Sus salarios, erosionados por la inflación y las decisiones de un gobierno que parece ignorarlos, los han convertido en las víctimas silenciosas de una crisis que no eligieron, pero que padecen. Pero no solo enfrentan la indiferencia de sus representantes —diputados y senadores—. También cargan con el desdén de quienes deberían ser sus aliados: estudiantes, trabajadores activos y sindicatos, que hacen oídos sordos a sus reclamos, como si estos adultos mayores ya no existieran en el mapa de las luchas sociales.
La imagen es tan obscena como reveladora: agentes uniformados, armados con escudos y bastones, descargando su autoridad sobre un grupo de adultos mayores que apenas puede mantenerse en pie. Hay algo profundamente equivocado en esta escena. Las fuerzas del orden, cuya tarea es perseguir el delito y garantizar la seguridad en las calles, se han transformado en instrumentos de una represión que no discrimina edad ni vulnerabilidad. No se necesita coraje para dispersar a jubilados con gas pimienta y a bastonazos; se necesita, más bien, una incapacidad alarmante para distinguir entre el deber y la obediencia ciega. Y mientras los golpes caen, la soledad de estos ciudadanos se hace más evidente: nadie marcha a su lado, ningún grito joven o sindical se suma al suyo.
Esto no es solo una demostración de poder mal dirigida. Es una confesión de fragilidad e impotencia, de una ausencia de ideas. Un gobierno que recurre a la violencia para acallar a quienes reclaman lo hace porque no tiene respuestas. Que es incapaz de enfrentar las contradicciones de sus políticas —promesas de libertad y bienestar que chocan con recortes implacables—, opta por intimidar a los más débiles en lugar de hacerle rendir cuentas a los fuertes.
Las fuerzas de seguridad, al plegarse a esta lógica, no solo fallan en proteger a la ciudadanía; también subrayan el abandono de un sector que, olvidado por sus pares, queda a merced de un sistema que prefiere silenciar antes que escuchar.
Sin embargo, hay una reflexión que no podemos esquivar: este abuso trasciende la violencia física. Es un ataque a la confianza que sostiene a las instituciones mismas y un reflejo de una sociedad que ha dejado de mirar a sus adultos mayores. Que estudiantes, trabajadores y sindicatos volteen la cara mientras los jubilados enfrentan bastones y gases no es solo indiferencia; es un síntoma de fractura, de una solidaridad rota que debilita a todos. Cuando los jubilados, que contribuyeron al desarrollo del país dentro sus posibilidades con décadas de trabajo, son tratados como amenaza y abandonados por quienes deberían amplificar su voz, se erosiona algo esencial: la idea de que el poder y la comunidad están al servicio del pueblo.
Ellos no piden lujos ni favores. Piden lo que les pertenece: una vida digna tras años de aportes, y que sus representantes cumplan con su rol de darles voz, no de ignorarlos. Su protesta, pacífica y persistente, es un recordatorio de que la democracia no se defiende con bastones y gas pimienta, sino con diálogo. Pero también es un grito que cae en el vacío, porque quienes podrían sumarse —los estudiantes con su energía, los trabajadores con su fuerza, los sindicatos con su historia— eligen el silencio, como si el destino de estos mayores no fuera un espejo de lo que todos podrían enfrentar algún día.
La verdadera valentía no está en quienes alzan los bastones para reprimir a los adultos mayores, sino en esos rostros curtidos que, semana tras semana, vuelven a demandarle respuestas a sus representantes; SOLOS, PERO FIRMES.
Ellos, con sus cuerpos frágiles y sus convicciones intactas, son el espejo que el poder se niega a mirar y que la sociedad prefiere ignorar. Porque en sus ojos no hay solo cansancio, sino una pregunta que retumba más fuerte que cualquier sirena: ¿hasta cuándo los que dieron todo serán tratados como nada?
Mientras las sombras de los uniformes se alargan sobre el pavimento, el eco de su abandono susurra una verdad que nos condena: una sociedad que reprime a sus adultos mayores y los deja solos, ya ha comenzado a desmoronarse desde adentro.