EL EMPATE QUE NOS MATA
Inspirado en «La república corporativa» de Jorge E. Bustamante.
En Argentina, se siente la asfixia por un ciclo sin fin, un pensamiento siempre abismal donde todo se repite, como el Eterno Retorno de Nietzsche, pero con más fastidio que filosofía.
El país vive atrapado en un empate perpetuo, todos peleando por migajas de algo que alcanza para unos pocos, y millones quedan afuera. La inflación sube sin freno, los trabajos escasean hasta desaparecer, el mundo avanza a pasos agigantados, y las promesas de los eternos prometedores suenan a reliquias oxidadas de un pasado que se niega a morir. Algunos culpan a los gobiernos, otros al destino, a los peronistas o a los antiperonistas, a China o a EEUU, o al mundo que nos dejó olvidados, porque vivimos en el culo del mundo.
Aunque, desde siempre, una idea se cuela entre esas grietas, argumentando que tal vez el problema no sea solo quién manda, sino a quién elegimos que nos mande, o talvez, según los más pragmáticos, en cómo se reparte lo poco que queda entre los que nunca abandonan la mesa donde está la torta.
EL ÁRBITRO QUE JUEGA PARA LA TRIBUNA
El Estado, árbitro de este partido interminable, debería establecer reglas claras y dar chances parejas. Sin embargo, prefiere escuchar a ciertos jugadores antes que al resto. Si un sindicato exige un aumento, la firma aparece rápido; si un empresario pide aranceles para no competir, las fronteras se cierran de inmediato; si un gremio reclama exclusividad, se aplica la ley de ventaja sin dudar y aplica el siga siga.
El resultado es un caos de faltas y favores, con todos los jugadores amontonados protestando alrededor del árbitro en vez de buscar el arco y hacer gol. Hay quienes dicen que está vendido, otros que ni entiende las reglas, pero el saldo es un campo desdibujado, borroso y jugadores haciendo negocios en la mita de la cancha.
LOS REYES DEL EMPATE ETERNO
Los equipos no son débiles ni improvisados. Los sindicalistas se aferran a sus privilegios, que todos ven, y que a nadie les gusta, pero todos aceptan con resignación; los empresarios que suplican protección -por la buenas o por las malas- como si el mundo fuera un enemigo mortal; las asociaciones profesionales —abogados, contadores, economistas, tecnócratas— cierran filas para que nadie sin carné pise la cancha, porque su estrategia, la de todos, no es competir ni meter goles, sino negociar empates cómodos con el árbitro.
Para algunos son parásitos de un sistema roto; para otros, náufragos de una economía que reparte migajas, y caerse de la mesa equivale a quedarse sin nada.
EL ESTADO DE BIENESTAR SIN PLATA
Esto no es nuevo, y enfrentarlo duele como un golpe al hígado. Muchos juran que empezó cuando el Estado se disfrazó de padre generoso, repartiendo subsidios y favores a manos llenas. En los buenos tiempos, los más astutos se llevaban la parte grande, los demás callaban o imitaban. Si no había para todos, los más iracundos asaltaban el poder para “reconstruirlo” a su modo, que siempre fue para unos pocos.
Esos días terminaron, y solo quedó el vicio de pedir y boicotear si no hay respuesta. Ese peso nos aplasta como una carga imposible, mientras el mundo prospera y nosotros discutimos por una torta que cada vez se reparte entre menos personas.
LA TRIBUNA
En la tribuna queda la gente común, la que no tienen silla ni voz, pagando impuestos que se esfuman sin saber a dónde van, buscando trabajo donde no lo hay, viendo su dinero perder valor cada día. Algunos se adaptan abriendo negocios o yéndose lejos; otros se agotan y se rinden con bronca e impotencia, pero todos se preguntan: ¿hasta cuándo? En todo este revoleo, duele el joven que emigra sin futuro y duele más el jubilado que deja de comprar los remedios porque debe elegir entre comer o pagar medicamentos. Ninguno de ellos escribe las reglas, pero las padecen en sus tragedias personales.
EL ESPEJO
Hablar de esto incomoda, jode, y esquivamos ese pensamiento, porque el espejo nos refleja a todos, al que pide, el que da, al que mira indiferente sin hacer nada. Algunos culpan a la cultura, otros a líderes que prometen cambios y terminan entregando miseria o corrupción, o a una economía cerrada con un Estado bobo que gasta lo que no tiene. En definitiva, el espejo muestra puertas cerradas y un candado que nadie sabe quién tiene la llave.
ACEPTACIÓN
Y así seguimos en este circo, donde el payaso promete oro y reparte papelitos de colores, en un país que alardea de su viveza, mientras termina jodiendo al vecino por dos con cincuenta.
Cuando el árbitro pita falta, los equipos se empujan, la tribuna aplaude o se agarra a las trompadas, y la pelota, si alguna vez existió, ya no está, porque algún «vivo» se la robó.
Eso si, nos señalamos, nos culpamos y nos olvidamos rápido, mientras esperamos que alguien nos abra las puertas del cielo porque nos lo merecemos, porque somos el mejor país del mundo mundial, aunque no seamos capaces de reconocer que seamos nosotros quienes pusimos el candado y tiramos la llave en el olvido.
LA MEMORIA, ¿QUÉ ES ESO?
Muchas soluciones están en tener buena memoria, pero la historia aquí parece ser un lujo que no nos podemos permitir porque que hay que enfrentar un futuro. Recordar sería reconocer que este circo lleva décadas, que los mismos actores —sindicalistas, empresarios, políticos— cambian de disfraz pero no de guión, repitiendo promesas que ya eran viejas cuando el abuelo las escuchaba en la radio.
La esperanza y la ilusión nos condena a tropezar con las mismas piedras, a aplaudir al árbitro que nos roba el partido, a olvidar que el candado lo pusimos nosotros.
Sin memoria, sin historia, el pasado no nos enseña un carajo; está ahí, muda, riéndose en la cara mientras seguimos tropezando con la esperanza. La amnesia nos tiene de rehén, y parece que nos encanta el papel víctimas.