EL MERCADO QUE DEVORA A SUS HIJOS. ¿CAPITALISMO O CANIBALISMO?
En la Argentina de 2025, los servicios básicos —electricidad, gas, transporte, salud, comunicaciones— se han vuelto una carga que pesa más allá de las facturas, un eco de fragilidad económica que atraviesa la vida diaria. No es solo pagar la luz o el colectivo; es un ahogo que recorre hogares y decisiones cotidianas. En un sistema donde el mercado dicta las reglas, los consumidores, lejos de ser su eje, quedan relegados a un sacrificio que precariza el consumo mismo.
El día a día expone una lucha silenciosa. Las boletas llegan como recordatorios crueles: la luz sube, el gas se dispara, el transporte, para ir a trabajar, se encarece. No son meros números; pronto serán noches frías sin calefactor, caminatas largas por no poder pagar el boleto de colectivo, la tv por cable cortada por falta de pago, pagar el mínimo de la tarjeta de crédito hasta dejar de pagar.
La presión empuja, inexorablemente, hacia una precarización del consumo. Si no alcanza, se compra menos o lo más barato o no se compra. En el supermercado, las góndolas pierden movimiento; la carne se cambia por cortes económicos, y muchos simplemente no compran. La retracción, visible en comercios grandes y pequeños, es innegable.
Los trabajadores acusan este desgaste lento e implacable. El salario, que debería garantizar dignidad, se diluye entre cuentas implacables, dejando estancamiento, frustración y deudas. Para los jubilados, la realidad es más dura, con ingresos recortados, desactualizados y beneficios perdidos, los enfrentan a tarifas de servicios e impuestos impagables. Apagar luces por necesidad, elegir entre medicamentos o comida, mientras se miran las facturas con resignación e impotencia. Los jubilados son hoy los olvidados, que cargan un peso que el sistema ignora.
Los comercios ven caer sus ventas; las industrias, agobiadas por costos, tambalean o cierran. El mercado, que necesita una demanda vibrante, se debilita: solo el 10% de la población conserva poder de compra, insuficiente para sostener una economía como la nuestra. El resto de los habitantes, atrapados en la precariedad, pasa de motor a lastre.
El impacto se siente con fuerza en las clases sociales más afectadas, las de menores recursos y las que ya están en los márgenes de la sociedad. Las conversaciones se centran en los gastos diarios y la frustración hacia un sistema que demanda mucho más de lo que ofrece a cambio del esfuerzo. A esto se suma la impotencia ante el abandono de las regulaciones del Estado, que permanece silencioso frente a empresas que generan ganancias sin restricciones, mientras el discurso oficial promete estabilidad pero solo perpetúa la precariedad.
Este modelo, obsesionado con la rentabilidad, la eficiencia y el equilibrio fiscal, ignora lo obvio: sin consumidores activos, todo se reduce a nada. Encarecer lo esencial asfixia la demanda que las empresas requieren para producir y reduce la recaudación de impuestos. Tal como vamos, el sistema no es virtuoso, sino que es un mecanismo que mata a la gallina de los huevos de oro, los consumidores, el consumo. ¿Cuánto puede soportar una sociedad antes de que el agotamiento fracture lo social?
En marzo de 2025, la tensión se palpa, porque ya está en la calle y tiene forma de conflicto. Es la madre que compra productos vencidos, el jubilado que no puede pagar los medicamentos, es el joven que camina horas para llegar a un trabajo mal pago. Esta realidad pesa, transforma hábitos y expone las grietas de un sistema que prioriza a unos pocos sobre el bienestar de todos los que trabajan.
Por eso, cabe preguntarse si este modelo, que busca ganancias inmediatas, o en realidad es un náufrago que quema su bote para calentarse en el instante sin pensar en mañana?
Si la apuesta es un Estado mínimo (pero «a la argentina»), que abandona obra pública por corrupta, desatiende educación y salud, reduce ayuda social y condena a jubilados a la miseria, el rumbo es claro. Un mercado con consumidores débiles es un mercado pobre, precario, inviable; asfixiar el consumo es matarlo.
Así, y como están las cosas, la pregunta golpea con crudeza: ¿Qué versión del capitalismo es esta que teme al desarrollo, que reniega de la prosperidad, que asfixia a sus consumidores y sabotea su futuro?
¿No es esto, al final, incapacidad oculta en un discurso motivacional berreta que habla de libertad?