EL ODIO ES PODER
Estamos atravesando una etapa en la que la frustración y el odio colectivo logró imponer un orden político. Estos nuevos fascismos no son otra cosa que el aborrecimiento visceral e irracional hacia quien no piensa de tal manera, es esa persona que no se ve como uno imagina que debe verse una persona, es esa otra, que no representa el aspiracional colectivo, y cuando no hay más calificativos, sale el calificativo peyorativo, el comodín que todo lo dice, que todo lo contiene: es zurdo.
Todo eso junto, se transformó en poder político. Fueron, y son, el otro —siempre— los que provocaron mi fracaso individual y personal. No soy lo que debo ser, por culpa de otros.
Dos presidentes seguidos, autores de rotundos fiascos, Macri y Fernández, son los que transformaron la esperanza de muchos, no en una desilusión sino en una frustración. La licuadora se encendió y aquí estamos.
Será materia de estudio de futuros sociólogos, y también de psicólogos sociales, la tarea de descifrar cuáles fueron los puntos de conexión que actuaron como detonador para que la sociedad, en su mayoría, termine eligiendo a un personaje con una motosierra en la mano, echando humo y haciendo mucho ruido, y con un mensaje sedicioso que no decía nada, pero significaba todo. Un poco más de la mitad de los ciudadanos, votaron para que UNA sola persona sea la encargada de romper el hechizo del fracaso. Y, lamentablemente, el conjuro no está funcionando.
Tal es el grado de chifladura en el que vivimos, que ya nadie se acuerda de los más de cien mil muertos que tuvimos en la pandemia. Nadie, ni en las charlas de bar ni en los medios de comunicación, ni mucho menos en la clase política, haciendo gala de su elasticidad moral, ya se acuerda.
Se murieron más de cien mil personas y no significaron nada para la sociedad, y, a veces, solo son mencionados para tirárselos en la cara al otro en algún debate por el poder, pero, para ser justos, cada vez menos. Son los muertos más olvidados de nuestra historia reciente, son más de 30 mil.
Estamos en un tiempo donde el olvido se ha convertido en una herramienta política tan poderosa como el odio. Olvidar se volvió una forma de supervivencia colectiva, pero también una estrategia diseñada para que nada cambie realmente. La memoria se administra a conveniencia, se dosificada por ciclos de indignación breve y calculada, hasta que la siguiente tormenta de noticias, tan solo un post en X lo diluye todo.
Los muertos de la pandemia, como otros muertos antes, ya no importan porque fueron absorbidos por la narrativa de la inevitabilidad, del costo aceptable, como que el costo del ajuste lo pagaron los jubilados, porque hoy todo se justifica porque hay que dejar todo atrás, en las sombras del olvido, para seguir adelante.
No se trata de justicia ni de reparación, sino de no mirar hacia atrás porque el espejo retrovisor refleja demasiado. Pero ese reflejo está ahí, incómodo, aunque invisible en las conversaciones diarias, en los discursos de los poderosos, en las consignas vacías que prometen futuros sin raíces ni explicaciones.
El dolor colectivo fue canalizado por figuras que no ofrecieron redención, sino revancha. Ni siquiera hubo duelo colectivo, solo una transferencia brutal de frustración hacia chivos expiatorios. Se agitó la idea del enemigo interno, de los que supuestamente se beneficiaron del colapso mientras el resto caía.
Vivimos en un país donde la falsa meritocracia se sostiene sobre una narrativa engañosa, donde el éxito se presenta como el fruto exclusivo del esfuerzo individual, encubriendo las profundas desigualdades estructurales que condicionan el punto de partida de cada persona. Se glorifican casos aislados de ascenso económico -no social o cultural- como pruebas irrefutables de que «quien quiere, puede», mientras se silencian los privilegios heredados, las redes de contactos y las barreras económicas y educativas que determinan el destino de la mayoría. Este relato no solo distorsiona la realidad, sino que termina desplazando la culpa del fracaso hacia el individuo común, acusado de carecer de mérito o voluntad, cuando en realidad todos nos enfrentamos a un sistema diseñado para favorecer a unos pocos. Así, la idea de meritocracia se termina convirtiendo en un mecanismo de control ideológico, perpetuando el statu quo al imponer una única forma legítima de pensar: la de quienes ya ostentan el poder.
Mientras tanto, los responsables del colapso económico y social siguen ocupando espacios de poder, como si su fracaso no fuera más que un capítulo superado. Nadie se hace cargo de los errores, por ya son el pasado, y nadie se los recuerda, porque siempre es más fácil señalar hacia otro lado, hacia los que iniciaron el desastre. Se señalan a los débiles, a los marginales, a los diferentes, y cuando la falta de argumentos es evidente, se vuelve apelar al comodín: los K, los zurdos, los otros.
El olvido protege a los poderosos y castiga a los que sufren.
Nos acostumbramos al escándalo fugaz, a la indignación instantánea que dura lo que un titular de noticias. Pero el malestar persiste, subterráneo, enquistado en la falta de sentido, en esa sensación de haber sido engañados una y otra vez, pero sin herramientas para descifrar el truco. Y en ese vacío, el odio sigue siendo útil, sigue siendo un combustible eficaz para mantener el control.
Y así, el odio persiste porque es sencillo. No exige memoria ni reflexión, solo la reacción inmediata, visceral, la comodidad de señalar a otro y sentir alivio momentáneo. Se ha convertido en un idioma político, un dialecto emocional que reemplaza argumentos por consignas y simplificaciones peligrosas. La complejidad de los problemas queda sepultada bajo eslóganes vacíos, pero cargados de fuerza.
La ausencia de memoria no es un descuido; es una decisión colectiva, un pacto silencioso para no enfrentar lo incómodo. Los cien mil muertos, los ajustes, las crisis, las traiciones políticas, los discursos huecos… todo se archiva en esa nebulosa de información que pierde peso con el tiempo. La indignación se desgasta, y el presente se vive como una repetición inerte de ciclos pasados, pero cada vez con menos margen para la esperanza.
El poder, consciente de ese desgaste, ya ni siquiera se esfuerza en ofrecer promesas creíbles, porque hoy solo basta con alguna publicación que genere reacción emocional. La épica del sacrificio fue reemplazada por la estética del caos. Un líder con la motosierra alzada no prometió soluciones, sino la destrucción misma como forma de poder. No se trataba de construir, sino de arrasar. Y ese espectáculo grotesco fue suficiente para muchos, al menos por un tiempo. Porque el fracaso repetido enseñó a desconfiar de cualquier discurso de futuro, pero abrazar el colapso parecía, al menos, una forma de castigo a un sistema que ya no podía engañar con ilusiones.
El problema es que, después del ruido y la furia, queda el vacío. Un vacío aún más denso que antes, más difícil de llenar con frases motivacionales berretas. El hastío reemplazó a la bronca. La apatía terminó siendo el estado natural de una sociedad golpeada, donde ya nadie espera nada de nadie, ni siquiera del él mismo, porque piensa que ya está sentenciada su suerte, convirtiéndolo, al fin, en un esclavo.
En este escenario, los verdaderos responsables se diluyen aún más, camuflados entre la confusión general, mientras el dolor se vuelve paisaje, cotidiano, normalizado. Naturalidad, como la naturaleza misma y como debe ser la gente de bien.
El verdadero triunfo del poder hoy no reside en la represión explícita, sino en la indiferencia que todo lo ahoga. Un país donde los muertos no conmueven, donde el hambre se reduce a porcentajes, donde el fracaso personal se explica siempre señalando al otro. Mientras tanto, el odio permanece latente, agazapado, a la espera de ser reavivado por algún mensaje en X, con el único propósito de fabricar un nuevo enemigo, un nuevo pretexto para olvidar, una vez más.