FONDOS PÚBLICOS, GANANCIAS PRIVADAS
Pocas frases han sido repetidas con tanta insistencia como aquella que asegura que el Estado es ineficiente. La premisa se ha instalado en el sentido común: lo público no funciona, lo privado sí. Pero detrás de esta idea, repetida como un mantra, hay un proceso cuidadosamente diseñado para que esa supuesta ineficiencia se convierta en una profecía autocumplida.
Uno de los ejemplos clásicos es el de las autopistas, por citar uno. La secuencia se repite una y otra vez: el Estado planifica la obra, asume los costos de expropiación de terrenos, contrata profesionales para su diseño, financia la construcción con dinero de los contribuyentes y se hace cargo de los riesgos de la ejecución.
Una vez terminada, en lugar de administrarla en beneficio de la sociedad que la financió, se entrega la concesión a una empresa privada que no puso un solo peso ni asumió ningún riesgo.
El argumento suele ser que el Estado no puede gestionarla con eficiencia, que es demasiado costoso o que no cuenta con la capacidad operativa necesaria, pero todos esos argumentos aparecen después de haber hecho la inversión.
Pero lo cierto es que esa empresa, que no invirtió, ni arriesgó nada en la construcción, comienza a explotarla de inmediato, cobrando peajes y obteniendo rentabilidad sin haber asumido el menor riesgo.
Si un privado llevara adelante todo el proyecto desde el inicio, comprando los terrenos, diseñando la infraestructura, asumiendo los costos de construcción y arriesgando su propio capital, el argumento de la eficiencia privada podría tener algún sustento. Pero no es así. Lo que realmente sucede es que el Estado, o sea NOSOTROS, los contribuyentes, hacemos el trabajo pesado, asumimos los costos y los riesgos y, una vez finalizada la obra, o al poco tiempo, y por decisión de un administrador temporal de los bienes del Estado, la transfiere a manos privadas.
Este modelo no es una excepción, sino una norma que se repite en múltiples sectores. Ocurre con los trenes, con las telecomunicaciones, con la energía, con la educación y con la salud. El Estado invierte, desarrolla, organiza, y cuando el sistema ya está en funcionamiento, se argumenta que su administración es ineficiente, que el Estado no está para «estas cosas», que el mantenimiento es una carga insostenible y que la única solución es entregarlo a empresas privadas que, mágicamente, lo volverán más eficiente.
Lo que no se dice es que, una vez en manos privadas, el objetivo deja de ser el bienestar social y pasa a ser la maximización de ganancias. Las tarifas suben, el acceso se restringe y el servicio se ajusta a una lógica de rentabilidad que deja afuera a quienes no pueden pagar.
Sin embargo, la clave para entender este proceso no está en la falta de recursos ni en la imposibilidad de gestionar con eficiencia. Quienes administran los bienes públicos parecen no buscar optimizar los servicios ni hacerlos más accesibles, sino que están atrapados en una lógica donde solo lo rentable merece existir. Si algo no genera ganancias inmediatas, se lo declara inviable. Pero esa inviabilidad no es el resultado de una imposibilidad estructural, sino de la falta de voluntad para diseñar e implementar cambios que garanticen eficiencia y eficacia. En algunos casos, esta inoperancia responde a la falta de capacidad profesional; en otros, a una estrategia deliberada, y en la mayoría de los casos, a ambas cosas a la vez.
Deteriorar la imagen de lo público no es solo una consecuencia del abandono, sino un objetivo en sí mismo. La desidia se convierte en argumento, y el deterioro se transforma en excusa para justificar la privatización.
El paso final de este mecanismo es siempre el mismo. Una vez que la infraestructura comienza a deteriorarse por falta de inversión, la opinión pública, moldeada por años de discursos que presentan el gasto estatal como el gran culpable del déficit, y ese déficit es el culpable de que al país le vaya mal, la inmensa mayoría acepta como inevitable la privatización.
No importa que lo público haya sido financiado por la sociedad entera; lo que se impone es la idea de que el Estado no puede sostenerlo, de que lo gratuito o subsidiado es inviable, de que lo pagamos entre todos para que lo disfruten pocos, y que para quitarnos ese mal -y el gasto- de encima, el sector privado es la única solución posible.
Así se cierra el círculo. Primero, el Estado construye con dinero de todos. Luego, el deterioro es inducido, ya sea por desidia, incapacidad o interés deliberado o todo junto, ayudado por los medios de comunicación. Después, el mensaje se instala: «lo público es insostenible». Y finalmente, el traspaso a manos privadas se presenta como la única alternativa viable. ¿El resultado? Un modelo donde las pérdidas son socializadas y las ganancias privatizadas.
Pero este proceso no es una consecuencia natural de la economía ni una necesidad impuesta por el contexto. Es una estrategia. No se trata de la ineficiencia estatal, sino de la eficiencia con la que se orquesta el saqueo. Porque lo público no fracasa por su propia naturaleza, fracasa cuando quienes lo administran trabajan más para justificar su entrega que para mejorar su funcionamiento.
Mientras la sociedad siga aceptando que el problema es el gasto público y no la apropiación privada de lo común, este modelo seguirá repitiéndose, una y otra vez, con la misma fórmula y los mismos ganadores.