Gente de bien. Gente de mal.
En el intrincado tejido semántico del discurso político actual, la expresión «gente de bien» destaca como una joya retórica, cuyas virtudes morales parecen emanar de una fuente divina, otorgando a sus portadores una integridad sobrenatural.
En este glorioso panteón de la virtud, se nos invita a reconocer a aquellos agraciados con el título de «gente de bien» como los iluminados entre nosotros, capaces de transitar por la vida con la gracia de quienes caminan por los jardines de la ética.
Sin embargo, al sumergirnos en el discurso nietzscheano, donde la moral se presenta como un juego de poder, la «gente de bien» se erige como los superhombres morales, aquellos que alcanzaron una eticidad máxima, mientras que su contraparte, la «gente de mal«, representan a los desposeídos de la ética, y condenados a deslizarse por el tobogán resbaladizo de la inmoralidad.
Este drama ético, que se despliega como un sainete, en realidad nos está representando que algunas personas son elevadas a las alturas de la moralidad máxima, mientras otras se arrastran por los oscuros callejones de la malignidad.
En este teatro moral simplista y berreta, surge el personaje principal, quien, con una mezcla de arrogancia y torpeza, se autopercibe como la personificación misma de la «gente de bien«. Su actuación en esta tragicomedia ética es tan deslumbrante como la luz de una vela en una habitación oscura y tan peligroso como un elefante en un bazar, pero, al observarlo más de cerca, su resplandor revela la falta de sustancia moral genuina.
Este protagonista, lejos de ser un superhombre ético, es más bien un teórico inexperto, ensayando el papel de la virtud con tan poca destreza y exceso de arrogancia, que haría poner en apuros incluso a los más indulgentes críticos morales.
Su falta de empatía y mediocridad se presenta como un eco discordante en el coro de la moralidad elevada, y su falta de educación y habilidades sociales aparecen como notas desafinadas en una sinfonía aparentemente armoniosa.
Mientras la «gente de bien» camina por los pasillos de la virtud, el protagonista principal de la obra se tambalea entre dilemas éticos y contradicciones, como un principiante en el escenario de la austeridad, tropezando con las líneas de diálogo y confundiendo los gestos de rectitud moral transformando todo por momentos en una actuación teatral desafortunada.
Su intento de personificar la «gente de bien» se convierte en un acto de cinismo y casi tragicómico, donde la ironía se manifiesta en cada gesto forzado y cada intento de desplegar su virtuosidad inexistente como si poseyera la misma gracia que un actor consumado. Su falta de empatía y sus habilidades sociales limitadas se presentan como vestigios de una actuación que busca emular la virtud, pero no le alcanza, ya que está condenado a ser una sombra descolorida en el escenario moral.
En este juego de contrastes éticos, la «gente de mal» se convierte en la antítesis caricaturesca de la «gente de bien«, mientras nuestro personaje principal se erige como el corta aguas de ambos. Aunque, la realidad ética es mucho más compleja y matizada que esta dualidad caprichosa y convenientemente simplista con la que encara la representación del personaje.
El actor moral, con su ambición desmedida y su interpretación torpe, se convierte en un símbolo de la inconsistencia de las etiquetas éticas. Su presencia, en lugar de reforzar la dicotomía moral, termina revelando la artificialidad del rol que eligió él mismo para esta obra.
Ahora, si nos aventuramos en la siempre intrincada diferencia entre ética y moral, podemos deleitarnos con la sutil distinción entre las dos. La moralidad, es esa joya cultural tan apreciada, es como un conjunto de reglas de etiqueta social, un catálogo de «deberías» y «no deberías» que varían tanto como las modas de la temporada. Por otro lado, la ética, es la filosofía subyacente, es como el intento más sabio de justificar por qué, a pesar de todas las reglas, podríamos querer comportarnos de cierta manera.
En este teatro, de nuevo, berreta de la moral y ética, el protagonista principal se embarca en la farsa de intentar representar la moralidad y la eticidad, como si fuera un experimentado actor que intenta entender un guion que nunca ha leído. Su desafío para distinguir entre la moral y la ética se convierte en un intento arriesgado y peligroso, a pesar que los aplaudidores hacen su trabajo, reconociéndole cada gesto como una genialidad.
En este juego de teatro moral, la ignorancia y el cinismo se convierten en los directores, guiando a los actores y al público por el camino trillado de las altas expectativas y espejismos, mientras la verdad ética espera pacientemente en las sombras para desafiar la simplicidad de la farsa moral.
La «gente de bien«, la «gente de mal» y el bizarro aprendiz moral conforman un elenco raro y patético en el drama de la realidad, donde la complejidad humana se entrelaza con la incoherencia moral, y la verdadera virtud se encuentra más allá de los clickbaits, histories y las selfies en redes sociales, siempre sembradas de etiquetas y mensajes simplistas.
En este escenario de contradicciones éticas en que hemos elegido vivir por cuatro años, el cinismo y la mentira se convirtieron en la luz que ilumina las grietas de la caricatura moral.
Así, nosotros, los espectadores que compraron las entradas, como los que no la compraron para esta tragicomedia moral, y mientras nuestros personajes deambulan por el escenario de la ética y la moralidad pomposamente, nos preguntamos si acaso la «gente de bien» no es más que un grupo de individuos desesperados por vestir capas relucientes para ocultar la mezquindad e ignorancia detrás de ellas. Mientras tanto, el torpe aprendiz moral continúa su actuación, tropezando con las líneas éticas como un titiritero recién iniciado intentando controlar las cuerdas.
También puede ser que la moral y la ética sean simplemente sombras en la pared de una caverna existencial, proyectadas por los caprichos de una sociedad que se deleita en clasificar a sus ciudadanos como «virtuosos» o «despreciables«.
¿Acaso la verdadera virtud no es más que una ilusión elaborada por aquellos que buscan imponer su visión del bien y del mal en un lienzo ético en constante cambio?
Mientras nos sumergimos en las profundidades del cinismo y la moralidad aspiracional que nos propone este momento, también podrían ser que la ética y la moral son bufones vestidos de gala, entreteniéndonos con su pantomima mientras la verdad ética se escabulle entre las bambalinas, o allá, en el paraíso, o sentados en los pasillos, donde solo pueden estar los menos pudientes.
El espectáculo recién comienza, ya con un eco de risas cínicas y aplausos de “la gente de bien”, y con los actores secundarios siguiendo el guion, desparramando promesas de orden social, mediante la aplicación del control severo de la fuerza, la fuerza legítima y legal que emana de la representatividad y la legalidad, que justifican eso de “cárcel o bala”.
Recordemos, y para finalizar, que en esta obra de teatro de la moralidad aspiracional, la única constante que nos mantendrá alerta, será la incertidumbre, y por otro lado está la verdad misma, que en esta representación aparece como esquiva, como un sueño fugaz que puede no hacerse presente.
Solo nos queda, y sin poder evitarlo, continuar sentados viendo la obra y sumergimos en un nuevo e insondable abismo emocional de la moral aspiracional que nos proponen las fuerzas del cielo.
A cerrar los agujeritos del cuerpo, porque esta vez las promesas pueden ser cumplidas.