LA ENCRUCIJADA DONDE SE ENCUENTRAN LAS IDEAS Y LAS PALABRAS
La encrucijada donde se encuentran las ideas y las palabras es un territorio de disputa constante, un cruce de caminos donde el lenguaje moldea la realidad y donde la ideología intenta definir los límites de lo posible.
En el ámbito de la identidad de género y los derechos de las personas LGBTQ+, esta encrucijada se vuelve aún más peligrosa, especialmente cuando los discursos de los líderes desconocen o tergiversan conceptos fundamentales, convirtiendo a la ideología de género en un fantasma, o peor aún, en un enemigo difuso contra el cual se lucha con argumentos que oscilan entre la ignorancia, la malicia y el miedo.
Cuando las ideas gobernantes, como la nuestra, se autoproclaman liberales y recurren a la moral como refugio para definir lo que está bien y lo que está mal, caen en una paradoja evidente. Por un lado, defienden la libre competencia, la desregulación y la reducción del Estado, pero cuando se trata de identidad y derechos de género, invocan tradiciones, valores conservadores y una velada defensa de la familia como núcleo inmutable de la sociedad. Resulta paradójico que el mismo presidente llama “hijos de cuatro patas” a sus mascotas —trivializando el vínculo biológico y afectivo— insista en un esencialismo biológico para no reconocer y negar los derechos a personas LGBTQ+ o, lo peor de todo, para intentar omitir el femicidio como crimen específico.
Esta contradicción revela la verdadera naturaleza de su liberalismo: una doctrina selectiva que prioriza lo que él entiende como economía por sobre los derechos y busca limitar las libertades individuales cuando estas desafían estructuras patriarcales preexistentes o su propio pensamiento.
La confusión y la exageración deliberada en torno a los conceptos de género y diversidad sexual se transforma en un discurso autoritario que niega la autodeterminación de las personas. Se habla de una supuesta imposición ideológica de la diversidad, como si el reconocimiento de derechos fundamentales constituyera una amenaza para toda la sociedad. En realidad, quienes más claman por la libertad son los primeros en restringirla cuando se trata de cuerpos, identidades y expresiones que escapan de la norma impuesta.
Un ejemplo claro de esta contradicción es la negativa de este gobierno a reconocer el femicidio como una categoría específica dentro del código penal. Al intentar degradarlo a un simple homicidio, se invisibiliza el carácter estructural de la violencia de género, reduciendo un problema social profundo a una cuestión meramente individual, y de esta manera se niega la existencia de un patrón sistémico que coloca a las mujeres y disidencias en una posición de vulnerabilidad extrema, y se perpetúa la idea de que los crímenes de odio son meros actos aislados y no el resultado de una cultura de violencia.
Esta falta de reconocimiento es más que una simple omisión legal: es un mensaje político claro. Negar el femicidio es decirle a la sociedad que las vidas de las mujeres no valen lo suficiente como para ser protegidas con herramientas específicas. Es minimizar la historia de aquellas que han sido víctimas de la violencia y de los movimientos que han luchado por justicia y equidad. Es, en definitiva, una postura que normaliza el abuso y perpetúa la impunidad.
Es en este punto donde la encrucijada se vuelve ineludible. Las palabras no son inocentes. Las decisiones políticas no son neutras. Y el lenguaje que se elige para describir una realidad es, muchas veces, el reflejo de la voluntad –o la falta de ella– de transformarla.
La historia no absuelve a quienes eligen callar, a quienes se escudan en la indiferencia o a quienes manipulan la verdad en favor de su propio poder. La pregunta final es clara: ¿seguiremos permitiendo que las palabras sean vaciadas de sentido para justificar la opresión o tomaremos el control de nuestro propio discurso para cambiar la realidad?