LA NAVAJA DE UN “MÍRATE”
El hombre me decía siempre ¡Mírate! Lo pronunciaba con un tono de profundo desprecio, incluso de asco. Era un maltratador de manual. Al final ya no hacía falta que añadiera nada más, tampoco necesitaba una introducción, por ejemplo, llamémosle calentamiento. Solo pasaba por ahí, enfrentaba mis ojos y masculla un “Mírate” agrio y duro.
Los verbos necesitan su entorno, ¿verdad?, entonación, gestualidad. Cualquier imperativo reclama contexto; un ¡bebe!, puede ser la dulcísima invitación a perderse o un imperativo violento BEBE, o la orden de la madre hastiada de esperar, o la recomendación de una buena amiga o el consejo de un sanitario o una mala jugada por parte de quien no te quiere bien.
El asunto de la violencia macho en ese asunto del «mírate mírate» llega cuando tienes el cuerpo y el alma ya sembrados de veneno e inquina. “Mírate”, y lo que ves es un campo devastado, escombros, cerrones, sebo. Una sentina.
Es el otro en realidad quien te mira.
Si cotidianamente, al levantarte alguien te mira con repugnancia u odio, y te repite lo inútil que eres, puede que las primeras veces solo lo recibas como un arañazo, pero el daño funciona por acumulación, como la uña sobre la herida; y ese arañazo acabará infectándose; entonces un día te levantas y eres eso que recibes. Su mirada, eso eres.
Porque todo empieza preñando las palabras de dolor, en el imperativo «Mírate» laten las puñaladas. Narrar los feminicidios, las atrocidades perpetradas contra los cuerpos de las mujeres, los puñetazos, las navajas y la asfixia, las patadas en el suelo, nos empuja una y otra vez a olvidar el filo de la violencia psicológica. Las heridas de las palabras, las miradas, el esputo, desgarran vidas. ¡Desgarran vidas!
Una mujer me escribe, lo mío no es tan grave como lo que cuentan otras mujeres, dice, violaciones y así, pero lo voy a contar igual. Mi ex me insultaba siempre, dice, al principio solamente cuando volvía bebido, luego empezó a insultarme delante de los amigos, explica, eso no me importaba tanto como cuando me insultaba delante de los niños, me hacía sentir mucha vergüenza. Ahora ya estamos separados, explica, pero le sigue diciendo a los niños cuando están con él, lo mismo que me decía a mí.
Pienso en aquel «Mírate» mío y en esos niños y veo el mismo veneno que sembró en la mujer, queda lanzado hacia el futuro, en la mente, y probablemente también, en el cuerpo de las criaturas, y germinará. ¡Sí señora, germinará!, y ojalá tengan a mano a alguien que les acompañe con paciencia y amores en la muy muy ardua tarea de arrancar esas flores del mal.
Sin embargo, tendemos a considerar que, «bueno, no es tan grave».
Mira a mí han pasado los años y he aprendido a mirarme yo misma, también a verme en quienes me quieren y en quienes me cuidan. Ahora el «Mírate» me lo digo yo sola, a mí misma, con una sonrisa amplia, ¡Mírate!, una sonrisa amplia y satisfactoria.
Me ha costado años comprender que, a las mujeres, además de acallar, nos enseñan a no mirarnos, o sea, a vivir solo de la mirada impuesta y asumirla como si fuera propia, las voces de otros, las opiniones de otros, los relatos de otros, la mirada de otros.
Ahora poco a poco, a fuerza de contarnos las unas a las otras, vamos dejando eso atrás y sería de mucha ayuda reconocerles a las palabras y al gesto, toda la violencia que esconden, más allá del golpe y de la sangre.
Texto original en: https://blogs.publico.es/cristina-fallaras/2024/01/11/la-navaja-de-un-mirate
Podes ver y escuchar este texto en: https://youtu.be/AT2XVXYmcXU?si=Uh7YSaTQJt9nWaLv