LA NUEVA CARA DE DEL PODER ARGENTINO Y LOS NADIE FRENTE AL PODER DE LOS LINKS
Hoy en la Argentina actual, el poder ya no se ejerce desde la responsabilidad y el compromiso con el pueblo, sino desde el espectáculo, la provocación y el desprecio. La figura presidencial se ha transformado en un personaje de redes sociales que gobierna a través de slogans y humillaciones. Esta nueva cara del poder no solo se olvidó de las necesidades básicas del pueblo que lo voto, sino que además los responsabiliza por su sufrimiento. Gobernar ya no parece cuidar a su pueblo ya sea que lo hayan votado o no, sino imponer, reprimir. Escuchar ha sido reemplazado por gritar. Y en esa transformación, la democracia se vuelve cada vez más frágil.
En tiempos donde un tuit vale más que una vida y el like pesa más que una política pública, los «nadie», los invisibles, los pobres, los viejos, los enfermos, los silenciados, quedaron a merced de un poder que no los ve, no los nombra, no los escucha. Son cuerpos descartables frente a un gobierno que mide su éxito en desde la viralidad, no dese y con justicia. El poder de los like legitima el abandono y la burla, mientras los nadie resiste desde el silencio, desde la calle, desde la dignidad que aún no les han podido quitar.
¿Hasta cuándo vamos a naturalizar que el poder humille, excluya y desprecie, en lugar de proteger, escuchar y cuidar a quienes más lo necesitan? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si aceptamos que gobernar es insultar, descartar y deshumanizar al otro? ¿Qué nos dice de nosotros mismos el hecho de que normalicemos un liderazgo basado en la crueldad? ¿Es posible hablar de democracia cuando el poder se ejerce desde el odio, el desprecio y el abandono?
En la Argentina actual, el poder ha dejado de tener un rostro humano. La política se ha transformado en una maquinaria impiadosa que, lejos de atender las necesidades del pueblo, reproduce discursos de odio, desprecio y exclusión. La figura presidencial, que debería ser símbolo de respeto, representación y cuidado, hoy encarna una lógica profundamente individualista, que glorifica la crueldad y desprecia la empatía.
Vivimos en un mundo sin piedad, donde el pobre es culpable de su pobreza, el enfermo es una carga innecesaria y el adulto mayor es considerado un estorbo para las finanzas del Estado. Se desfinancian programas de salud, se desmantelan políticas públicas, y se responde al dolor social con burlas, memes y frases cargadas de odio. El poder, lejos de acercarse al sufrimiento de su pueblo, lo utiliza como espectáculo.
Las redes sociales han reemplazado al diálogo democrático. Desde allí, un presidente puede decir lo que quiera, insultar, estigmatizar, incluso mentir, sin consecuencias. Se ha instalado la idea de que todo lo que se dice desde una cuenta verificada es verdad absoluta, y que gobernar es “performar” autoridad a través de posteos cargados de cinismo. La política se vacía de contenido, y se llena de likes.
Este nuevo rostro del poder no solo es autoritario: es deshumanizante. No hay lugar para el otro, para la escucha, para el cuidado colectivo. Solo hay lugar para la competencia, la violencia simbólica y el sálvese quien pueda. La desautorización al adulto mayor y el abandono a los enfermos son señales claras de una sociedad que ha dejado de proteger a quienes más lo necesitan.
Frente a este panorama, urge recuperar una ética del cuidado, del respeto y del compromiso social. Porque cuando el poder pierde su humanidad, le corresponde al pueblo recordarle que gobernar no es humillar, sino servir. Y que una sociedad justa no se construye con odio, sino con memoria, solidaridad y dignidad.
Estamos viviendo un momento político en Argentina, donde el poder ha mutado: ha dejado de ser una herramienta para garantizar derechos y construir una sociedad más justa e igualitaria, para convertirse en un espacio de crueldad performativa, legitimada por el cinismo, la violencia y amplificada por las redes sociales. El discurso oficial ya no busca cuidar ni comprender, sino imponerse desde la burla, el odio, el desprecio, la total falta de respeto al ciudadano de a pie, en la deshumanización en todas sus formas. En este contexto, los sectores históricamente más vulnerables, los pobres, los jubilados, los enfermos, son tratados no como sujetos de derecho, sino como obstáculos para una idea distorsionada de eficiencia y libertad.
Este modelo de poder no es solo económico o político: es simbólico, emocional y profundamente cultural. Nos desafía a no naturalizar lo intolerable, a no callar frente al desprecio, y a recordar que la democracia no puede sostenerse si se vacía de compasión, de escucha y de justicia.
Frente a este panorama, la resistencia no solo se construye en la calle o en los sindicatos, sino también en la palabra, en la memoria y en el gesto ético de no mirar para otro lado. Preguntarnos por el tipo de sociedad que estamos permitiendo construir, es el primer paso para no ser cómplices del olvido, del abandono y del silenciamiento de los nadie.
Tal vez el verdadero rostro del poder no se mide en discursos ni decretos, sino en la forma en que trata a quienes no tienen nada: ni recursos, ni influencia, ni voz. En la Argentina de hoy, ese rostro se ha vuelto cada vez más frío, más burlón, más alejado de toda humanidad. Es ahí donde el poder se deshumaniza, pero, también se encienden alarmas de pequeñas resistencias: en la memoria de quienes no olvidan, en el abrazo entre quienes siguen creyendo en lo común, en la palabra que incomoda y denuncia.
Es en esos gestos, mínimos, cotidianos, a veces invisibles, donde se sostiene la esperanza de una sociedad distinta. Una donde el poder vuelva a ser lo que debería ser: una herramienta para cuidar, no para destruir. Para dignificar, no para humillar.