REDENTORES DE REDES. HÉROES DETRÁS DEL TECLADO
En un mundo donde la política se ha convertido en un espectáculo de emociones amplificadas por las redes sociales, los líderes carismáticos y de personalidad arrolladora emergen como figuras casi míticas. Tanto desde la derecha como desde la izquierda, estos líderes populistas saben capitalizar la impotencia de los votantes, esa sensación de abandono y frustración que recorre a quienes no se sienten representados por las élites tradicionales ni por las instituciones que, en teoría, deberían encarnar la voluntad y la voz popular.
Este tipo de liderazgos, una vez en el poder, se enfrentan a un dilema concluyente: el sistema que prometieron transformar —o incluso destruir— les impone límites que chocan con sus ambiciones y su narrativa.
En el caso de nuestro presidente, su narrativa ampulosa le permite erigir su autoridad sobre mensajes emocionales que resuenan con fuerza en plataformas como X, donde la inmediatez y la visceralidad hallan un eco perfecto. Consignas como “la casta”, “las ratas del Congreso” o “degenerados fiscales” no se ajustan tanto a una ideología errática, moldeada según el contexto o la ocasión, sino que brotan de la temperatura social y, sobre todo, de la necesidad de sus seguidores, una necesidad que refleja, en el fondo, su propia impotencia como líder. Sin embargo, todas estas frases comparten un núcleo esencial: la identificación de un enemigo claro —en nuestro caso, siempre los K como blanco predilecto y, cuando no bastan, el wokismo global o cualquier chivo expiatorio que sirva— junto a la promesa de una redención colectiva.
Esta estrategia, hasta ahora, le permite mantenerse en una campaña permanente, incluso después ya tener más de un año de gestión, ya que, para el líder populista, el tiempo de gobernar —de ejecutar, consensuar y gestionar, administrar— nunca parece llegar del todo. Así, el poder, que en su discurso de oposición era presentado como una herramienta para el cambio, se transforma en un escenario donde el héroe debe continuar luchando eternamente contra fuerzas oscuras.
Aquí radica la paradoja: el sistema que ahora comanda, que gestiona, que encarna, le resulta insuficiente. Las leyes, los parlamentos, los jueces, las negociaciones con otras fuerzas políticas —los pilares de la democracia que garantizan estabilidad, pero también lentitud— se transforman en obstáculos.
Lo que en campaña era una virtud (la confrontación, la ruptura) se convierte en una traba cuando el consenso se vuelve necesario para implementar medidas que él considera necesarias. Un líder de derecha que promete mano dura contra la delincuencia se topa con constituciones que protegen derechos individuales; uno de izquierda que aboga por redistribuciones radicales enfrenta cámaras legislativas fragmentadas o tribunales que exigen procedimientos.
El populismo, que florece en la simplicidad de las promesas, tropieza con la complejidad de la realidad institucional.
Frente a estos tropiezos, la respuesta es predecible: la culpa y el fracaso siempre recae en el otro. El presente o el pasado —ese tiempo nebuloso de traiciones y corruptelas, que siempre es el otro— es el chivo expiatorio perfecto. También lo son los adversarios políticos, los medios, las élites económicas o incluso las propias instituciones que el líder ahora encabeza, pero que aún percibe como ajenas.
Este señalamiento constante no es mera táctica de evasión, sino una necesidad estructural. Sin enemigo, no hay héroe; sin una batalla épica, el relato populista se desvanece como aire. Por ello, el líder carismático no puede darse el lujo de abandonar la campaña, ya que su legitimidad descansa en mantener viva la indignación que lo catapultó al poder, aunque esto implique gobernar en un estado de tensión social perpetua, deslizándose poco a poco hacia una autocracia o, al menos, fantaseando con autoproclamarse soberano de la nación que dirige.
Esta dinámica tiene un alto costo social. La polarización se profundiza, las instituciones se desgastan y la confianza en el sistema —ya frágil— se erosiona aún más. Los votantes, que depositaron su esperanza en un cambio inmediato, comienzan a sentir que las promesas se diluyen en excusas, que en realidad, es más de lo mismo. Mientras tanto, los problemas estructurales —desigualdad, inflación, inseguridad, crisis climática— permanecen, esperando soluciones que trasciendan el carisma y el ruido de las redes sociales.
Este desgaste se hace aún más evidente cuando suceden fenómenos fortuitos, como una catástrofe natural. Los cambios que impuso ese gobernante, achicando gastos porque “debía” hacerlos, porque eran un “despilfarro”, terminan destruyendo una red invisible de contención: el servicio meteorológico nacional debilitado, las transferencias a las provincias para estos casos eliminadas, y decenas de hilos que forman una red de protección deshecha. Así, los ciudadanos quedan a merced de la naturaleza misma, expuestos por decisiones que, en nombre de la libertad y la eficiencia, sacrificaron la resiliencia.
Quizá el verdadero desafío no esté en los líderes mismos, sino en nosotros, los ciudadanos. En un contexto donde la ley y las instituciones parecen insuficientes para responder a las demandas del presente, la tentación de aferrarse a figuras mesiánicas es comprensible, aunque la historia reciente nos enseña que los héroes populistas, atrapados entre sus promesas y los límites del poder, rara vez logran escapar de su propia narrativa. Y cuando el telón cae, el sistema —imperfecto, lento, pero resistente— sigue siendo el escenario donde se juega el futuro.