UN HOMBRE SIN RELIGIÓN
En tiempos en que la supervivencia era una empresa colectiva, el dolor del otro era una amenaza común y su alivio, una necesidad vital. La compasión, como reconocimiento profundo del otro en su vulnerabilidad, fue durante milenios el cemento invisible que sostuvo clanes, tribus y civilizaciones. La compasión nace de la conciencia compartida de la fragilidad.
Francisco era un hombre sabio al que no importaba la estética de la pomposidad y combatía la ética de los dogmas y las tradiciones, era un rebelde con una causa muy clara, la misma causa que proclamó Jesús cuando estuvo en la tierra, la compasión por encima de la ambición.
Jesús vino a unir la humanidad con Dios y los hombres no llegaron a entenderlo y en el afán de competir en querer ser dioses, crearon las religiones y dividieron la humanidad.
Igual que Jesús, Francisco no era ajeno a las críticas de los conservadores, dogmáticos, ambiciosos y guardianes de las normas y tradiciones ortodoxas, Francisco no ofrecía discursos grandilocuentes ni se autoproclamaba un maestro, pero enseñaba con sus manos abiertas, sus silencios atentos y su forma de caminar al lado de los otros, nunca arriba, siempre a la par de los necesitados, los vulnerables, fueran creyentes o ateos, los marginados de la ambición deshumanizada y de la falsa moral de los hombres. Para él la compasión no era un ideal abstracto, era su lenguaje cotidiano, porque así había entendido a Dios.
En un tiempo donde las métricas sustituyeron a los abrazos y los éxitos personales valen más que los vínculos genuinos, Hoy, al contemplar las ciudades agitadas, las fronteras invisibles que nos separan y las torres de cristal que simbolizan el éxito, uno no puede evitar preguntarse: ¿en qué momento la humanidad dejó de construir desde la compasión para perseguir frenéticamente la ambición? Y Francisco se había propuesto trabajar mucho para contestar esos interrogantes e instalar el propósito de Dios en la tierra.
Sabía que la religión no existía, que había una confusión que desencadenaba el alejamiento y la indiferencia de la humanidad de la empatía con el otro, proclamando el individualismo, la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno, la doctrina del salvarse a sí mismo.
El hombre que Francisco veía, y al que miraba con los ojos de Dios, era aquel que los domingos practicaba su religión y creía que, solo con eso, había cubierto su cuota de tiempo dedicado a Dios, pero que al volver, durante los demás días, explotaba, despreciaba, criticaba y sometía a su prójimo en honor a su ambición, pero se decía creyente, por costumbre o por obligación, sin fe verdadera, aquel hombre que Francisco se había propuesto rescatar como el hijo pródigo, con su humildad y sencillez que era sabiduría pura.
También impulsó una visión más inclusiva, abriendo las puertas a divorciados y personas LGTBIQ, y pensando un nuevo y más relevante papel para las mujeres, ante una tradición machista y patriarcal que había alejado a los hombres y mujeres de la compasión cristiana.
Enfrentó las críticas de la deshonestidad visible en el Vaticano, pero tomó las riendas y puso las cosas de Dios en su lugar, otorgó el perdón tan proclamado por Cristo, luchó por la inclusión que pregonó Jesús. Durante sus casi 12 años de pontificado, Francisco promovió la reforma de la Curia Romana bajo la bandera de la lucha contra la corrupción y la falta de transparencia.
Fue el Papa de los católicos, evangélicos, ateos y fue respetado por otras religiones, simplemente por el ejemplo de su entrega. También fue un Jefe de Estado que se sentó con la misma humildad ante mandatarios, reyes y poderosos del mundo, sin mostrar debilidad, y con contundencia y autoridad que solo da un Espíritu Superior, les presentó su filosofía de la paz y les puso un espejo a cada uno donde desnudaba sus actitudes y culpabilidades, pero nadie que se animó a negar o discutir su autoridad.
Demostró con su testimonio que se puede vivir amando al prójimo, que se puede hablar con Dios sinceramente y aunque no vaya a la iglesia mostrar una fe profunda con resultados contundentes, por eso dijo que muchos practican la religión, pero con hechos no demostraban la piedad y la compasión cristiana y que otros que no pregonaban religiones y hasta eran ateos, habían demostrado ser personas piadosas y compasivas.
Entendió cuando Jesús dijo: “un solo mandamiento os doy, que se amen unos a otros”, también cuando cuestionaron sus declaraciones hacia las minorías marginales: “no soy quién para juzgar, hay un solo juez, que aborrece el pecado, pero ama al pecador.”
Seguramente, se fue pensando que no le alcanzó el tiempo para cumplir con la misión que le fue encomendada, pero también sin saber que hizo mucho más que cualquier otro Siervo de Dios que caminara este mundo deshumanizado donde nos volvemos cada vez más eficientes, más rápidos, más ricos tal vez, pero menos conectados, menos sensibles al dolor ajeno, menos humanos en el sentido profundo.
Un mundo donde el poder reside en las riquezas, en donde hasta el culto a Dios pasó a ser un negocio, con pastores millonarios que ostentan mansiones, vehículos y hasta aviones personales y tienen congregaciones de trabajadores pobres que los siguen porque les predican una teología de la prosperidad que nunca se materializa, que critican las riquezas del Vaticano, esa ostentación que Francisco denunció y combatió, pero solo pudo dar testimonio con su propio ejemplo.
Un mundo donde los políticos recurren a las congregaciones para contabilizar votos como si los creyentes fueran cabezas de ganado, y se trepan a cualquier plataforma donde haya un buen número de personas dando una hipócrita muestra de vocación religiosa.
Francisco fue un referente total que inspiró a millones de personas solo mostrando su humanidad y su testimonio. Muchos que volvieron a creer y a sentir sed de verdad y justicia.
En este mundo convulsionado, la ambición emerge como una respuesta al deseo de trascendencia. No es en sí un mal; es ella quien impulsa el descubrimiento, la innovación, la transformación. Sin la ambición, estaríamos atados a una existencia meramente repetitiva. Sin embargo, cuando se absolutiza, cuando el «ser más» o el «tener más» se convierten en un fin en sí mismo, la ambición deja de ser un motor para convertirse en un veneno. Hoy habitamos un mundo modelado por esa ambición desenfrenada. Los vínculos se debilitan ante el imperativo de la competencia; el otro ya no es un semejante, sino un rival, un obstáculo o, en el mejor de los casos, un instrumento.
Tal vez la gran tarea de nuestro tiempo sea recordar, en medio del ruido, de la prisa, del brillo efímero, que la humanidad se mide, no por sus conquistas externas, sino por su capacidad de cuidar, de conmoverse, de resistirse a la tentación de la indiferencia.
Así lo predicó Jesús, así lo entendió y comunicó Francisco.
Francisco sintió de cerca el balido del rebaño.
Francisco tenía, igual que Jesús, olor a ovejas.