YA NO SE APLAUDE LA LUCIDEZ, SE CASTIGA EL ATREVIMIENTO
El humor, es ese espacio donde conviven la insolencia y la inteligencia, y desde hace algún tiempo, todo ese territorio se ha convertido en un campo minado, donde hay que tener un detector de sensibilidades bien calibrado para no explotar en mil pedazos.
Lo que antes era una herramienta afilada para desnudar los absurdos del poder, los delirios de la sociedad y los defectos de algunos personajes, conocidos o no, o las costumbres cotidianas de todos nosotros, hoy se encuentra encadenado por una lógica que exige una precisión quirúrgica para no rozar la fibra equivocada. No es que el humor haya perdido su filo; es que ahora quien lo empuña debe justificar cada movimiento, explicar cada golpe, asegurarse de no herir sensibilidades en un entorno donde las ofensas son tan líquidas como virales.
TODO CAMBIA
La transformación del humor es un síntoma de la época. El humor se ha vuelto incómodo, no porque incomode, sino porque desafiar el consenso ya no se ve como una virtud, sino como una agresión. El miedo al linchamiento digital o al rechazo social ha convertido la crítica en una línea difusa: cuestionar puede ser valiente o temerario, dependiendo de quién sostiene el micrófono, de quién escriba y hacia dónde apunte ese humor. Así, el humorista de estos días queda atrapado entre dos fuegos: por un lado, el público que demanda entretenimiento instantáneo y seguro, aséptico, inocuo; y por el otro, una multitud de jueces anónimos que lo examina en tiempo real, dispuestos a dictar sentencia ante el más mínimo desliz.
Lo curioso es que el humor, que siempre fue un espejo deformado para mostrarnos lo que no queríamos ver, y ahora debe ser limpio y neutral para no ofender. La broma debe ser universal y equidistante, casi matemática, para evitar ser catalogada como un ataque, una ofensa.
En una sociedad donde todo se lee en clave de bandos y trincheras, el humorista que critica se convierte en un sospechoso. ¿A quién sirve? ¿A quién le está hablando? ¿Es Peronista, por eso hace lo que hace? La ideología política permeó las fisuras más invisibles; hoy la risa hoy se mide por su costo político, por su capacidad de agradar a todos o, peor aún, de pasar desapercibida.
En toda esta transformación, el humor se ha ido licuando. Ha perdido densidad, peso específico, refugiándose en la evasión, en la ligereza, en el absurdo viralizable. Las plataformas no premian la crítica; premian el clic. La ironía reflexiva ha sido reemplazada por el meme de consumo rápido, ese que satiriza sin que nadie salga herido, que denuncia sin decir nada, que hace reír sin incomodar, sin hacer pensar, que confirma.
Hoy el público aplaude lo que puede olvidar al instante, porque en un mundo sobresaturado de emociones, la incomodidad ya no es divertida, sino agotadora.
Así, el cáustico, el bromista que decía la verdad sin que nadie pudiera matarlo, hoy camina sobre el filo de una navaja. Tiene permiso para entretener, pero no para señalar. Puede burlarse del poder, siempre y cuando lo haga en la forma correcta, con las palabras correctas, en el tono correcto, para el público correcto.
El humor sigue vivo, sí, pero es un sobreviviente que se mira en el espejo cada noche, preguntándose si sigue siendo libre o si ya es apenas otro engranaje del sistema que solía desafiar.
¿Y POR CASA CÓMO ANDAMOS?
En Argentina, donde el humor siempre fue una patria aparte, el escenario se ha vuelto aún más raro. El país de Olmedo, Tato Bores y Les Luthiers, el mismo que hizo de la crítica un arte entre lo culto y lo popular, se enfrenta ahora a una paradoja amarga: decir lo que se piensa nunca fue tan fácil y, al mismo tiempo, tan peligroso. Antes, la mordacidad era sinónimo de lucidez; hoy, puede ser un acta de defunción social. Basta un chiste «mal calibrado» para ser cancelado en cuestión de segundos, como si el humorista fuera un asesino serial, como si la risa fuera un cuchillo y el receptor, una pobre víctima indefensa.
Tato Bores, el rey del monólogo político, se paraba en la tele con un teléfono negro para gritarle a los cuatro vientos las verdades que nadie quería escuchar. Nadie quedaba afuera: el gobierno, los opositores, los empresarios, los sindicalistas. Si Tato hiciera lo mismo hoy, sería un trending topic efímero, su voz triturada por la maquinaria de análisis instantáneo: «¿A quién representa?», «¿Por qué no habla de esto?», «¿Por qué ese tono?». La crítica perdería su foco en las palabras y se desviaría hacia la moralina de quién tiene derecho a reírse de qué. Tato estaría explicando chistes en entrevistas, pidiendo disculpas en post en X.
Más cerca en el tiempo, personajes como Antonio Gasalla quedaron marcados por su roce con una sociedad que ya no tiene paciencia para el tipo de humor con el que se formaron. El límite, que siempre fue movedizo, hoy es invisible pero implacable. Gasalla, con su icónica «vieja de mierda», que criticaba desde el absurdo a una sociedad histérica y maleducada, hoy sería acusado de «gerontofóbico». Ni hablar de los sketches de Cha Cha Cha o Los Raporteros, que serían censurados antes de salir al aire, porque las plataformas no soportan el humor que no pasa el filtro de la agenda de lo tolerable.
EL BARRO Y LA CRITICA
En los 90, el humor en la tele era caótico, provocador, incluso berreta. Pero también era -por, sobre todo- libre. Podía convivir lo vulgar con la crítica afilada. Hoy, lo que predomina es el «humor seguro«: imitaciones tibias, monólogos insípidos, chistes que no molestan a nadie. No es que se cuide sensibilidades, tan solo; es que neutralizamos la risa para que no moleste a esos jueces invisibles que bajan línea sobre lo que está bien y qué está mal.
Cuando un chiste te hace reír y también te irrita, está diciendo algo importante. Eso lo sabía Mafalda, que con una mirada inocente y preguntas simples ponía contra las cuerdas a los adultos, mostrando las contradicciones del mundo que ellos mismos habían construido. Boogie el aceitoso, con su brutalidad sin filtro, también exponía lo peor de una sociedad que naturalizaba la violencia, lo oscuro de una época. Y qué decir de Inodoro Pereyra y su fiel Mendieta, que, desde la inocente imagen de un gaucho, reflejaban con ironía los absurdos de lo argentino. Pero esa risa hoy está en peligro de extinción. Políticos, marcas, medios: todos quieren un humor que no les haga sombra. “Haceme reír, pero no me hagas pensar”.
LA RESISTENCIA TAMBIÉN EXISTE
Menos mal que el humor argentino nuca fue neutral. Nunca lo fue, por suerte. Hoy en los sótanos del teatro under, en el stand-up que se anima a rascar las fisuras de sociedad rota, todavía hay voces que se resisten. Son esos comediantes que suben al escenario y queman puentes en lugar de construirlos, porque saben que lo único que queda en este momento, es el riesgo. Porque la risa solo funciona si está viva, si lastima un poco, si descoloca, si interpela, si al fin te hace pensar. Ahí está Malena Pichot, que te sacude el machismo en la cara con un «¿Te ofende? Jodete». O Ezequiel Campa, con su personaje Dickie del Solar, que, te caiga bien o mal, no pide permiso para incomodar cuando habla de grietas y contradicciones, del estereotipo del rico y el pobre. Ahí también está el humor del meme anónimo, que a veces hace más crítica política que una columna en un diario: una foto de Milei llorando con una frase irónica tiene más impacto que mil editoriales. Por suerte para todos, ahí, en esos actos, nos damos cuenta que aún vive el humor.
HUMOR DOMESTICADO
Pero la transformación del humor no es solo culpa del público ni del contexto, del «momento de época», como se le suele decir. Es el resultado de un contrato implícito de domesticación: si vas a hacer reír, que sea con cuidado; si vas a criticar, que sea sin molestar.
Lo peligroso del humor argentino hoy, es que, cuando lo querés domesticar, se vuelve otra cosa: insípido, predecible, inútil. Es que si el humor, cuando deja de ser un golpe bajo, ya no es humor: es un servicio, un producto pulido para vender risas a medida.
ARGENTINA, EL MEJOR PAÍS DEL MUNDO
En un país donde nos cagamos de hambre y nos reímos de eso, domesticar la risa es peor que matarla. Es convertirla en una sonrisa falsa, de esas que apenas dura un segundo. ¿Será que ya no se aplaude la lucidez y se castiga el atrevimiento? Tal vez. Pero mientras quede alguien que suba a un escenario o publique un chiste sin pedir permiso, el humor seguirá siendo lo que siempre fue: un acto de resistencia y valentía.